EPÍLOGO VII
DEUDA DE BELLEZA
A la muerte le debemos, entre otras cosas, además de su bendito misterio y su terrible inoportunidad, lugares tan extraordinarios como son los cementerios. Lugares de todos los colores y las formas, situados a su vez en espacios esplendorosos o vulgares, alejados o cercanos, en hondonadas o promontorios, en el más rudo interior o en el más extremo acantilado, en ínfimas aldeas o en ciudades inmedibles. Sus posibilidades son tan infinitas como las infinitas variedades del acabamiento de la vida, aunque terminen resumiéndose en una sola y aparentemente definitiva muerte.
El estremecimiento de la visita al recuerdo de una persona querida, en esos regalos que nos hacemos gracias a la muerte, desaparece cuando penetramos en uno de aquellos recintos en donde no reposa o está inquieto nadie que haya hecho vibrar nuestros sentimientos. Los cementerios pueden ser de esa forma fantásticos lugares de paseo, aquietados y silenciosos, en los que nuestros pasos recrean la vida como si lo hicieran desde un imposible lugar en el que la propia vida y sus ramificaciones no tuvieran lugar.
Y si el espacio del reposo definitivo de antiguos o recientes lejanos compañeros de la vida se encuentra junto al mar, las sensaciones del caminante curioso parecen elevarse como las olas y transformarse suave o radicalmente en espuma vibrante, como ocurre en el acercamiento a la costa de las húmedas ondas.
Hay algo de residencia angélica en los territorios que dedicamos al recuerdo de la muerte y al olvido de la piel de quienes un día tuvieron mucho o poco tiempo, pequeña o tremenda intensidad, sobre la superficie de la tierra que hoy oculta una existencia recordada por algunos y olvidada por la mayoría. Ellos, los ángeles, benditos maléficos, pasean entre piedras, arenas y plantas, sabiendo ver lo que nosotros somos incapaces de contemplar por el hecho de estar vivos y ciegos.
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