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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (42)


 

 

CUADRAGÉSIMO PRIMERA EMOCIÓN


Quiero contarte ahora, quiero recordar contigo y gracias a ti, ese comenzar una nueva vida en el nuevo colegio que, con total naturalidad, iniciando la senda emprendida por mis hermanos, comenzaba en mi vida a los ocho años. Me resulta curioso no tener recuerdos nítidos del primer día. Quizá eso signifique, o esconda, que yo tenía la creencia de que aquel era mi lugar natural. El colegio de los chicos.
 
 
No te había contado antes que el colegio anterior era el de las chicas y que este, el de los chicos, no incluía a niños pequeños, quienes debían ser formados, como si la antigüedad aún estuviera viva, por aquellos eunucos que eran las monjas vestidas con sus hábitos negros, con sus nudosos cinturones blancos, con la cara enmarcada por una rígida estructura blanca cubierta con una negra toca cuya suavidad probé por casualidad en alguna ocasión y quizá llegó a ser una de las puertas que se me abrieron hacia el erotismo y el anhelo de la suave belleza antes de que yo ni siquiera pudiera haber llegado a concebir nada parecido, aunque fueran a constituir parte de mi vida consustancial, de aquello que ha sido y es lo que la ha esclavizado y liberado con una continuidad como la de una hermosa e infinita cadena de oro o la condena eterna de un galeote.
 
 
Aprovecho para decirte, Raúl, que es una enorme ventaja que no estés vivo como cualquiera de nosotros, los humanos aún no muertos, para que no te tenga que explicar lo que fueron y supusieron en la antigua organización del mundo, los galeotes y los eunucos. Destinos que llegaron a ser terribles, pero que también fueron liberadores para quienes habrían enfrentado otras condenas más definitivas en la vida, como la de vivirla enfundados en una normalidad que hubieran odiado hasta el suicidio o la condenación sin muerte. Galeotes y eunucos fueron destinos, azarosos o no tanto, que simbolizan muy bien tantos otros destinos no elegidos por personas e instituciones ajenos a quien sufriría o quizá gozaría de ser quien no quiso ser o de llegar a ser quien no supo ser. Todos tenemos algo de ellos, a todos nos elijen nuestros contemporáneos para sufrir y gozar en caminos que nunca nos hubiéramos planteado si otros no nos hubieran colocado en ellos, como hombres o mujeres a quienes han elegido esposo o esposa, y se conforman o se rebelan ante una imposición que se convierte en posibilidad o en drama e, incluso, en ambas, en una extraña mezcolanza de felicidad y acidez que es la auténtica felicidad que va más allá de un momento, o se constata más acá de un ideal.
 
 
Tú, Raúl, eres el ignorante y el sabio gracias a no haber nacido. Tu estado es ideal y terrible. La responsabilidad que tengo yo en esa forma de no vida, la tuya, me tiene estremecido de una forma que me ayuda a seguir adelante. Tu no existencia me impide enviar el perdón hacia ti. Tu existencia me proporciona un alimento que se convierte en la forma de caminar hacia la muerte mientras esté sano. Un estado, el de la salud, del que tú no participas, como ente que no puede morir ya que no vive. Quizá te estoy robando la salud que no puedes tener para mantener mi vida viva. Puede que te deba tanto que estas palabras y recuerdos solo existan para agradecértelo de una forma un tanto indigna que me es permitida por tu inexistencia y la relación que mantengo contigo.

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