CUADRAGÉSIMA EMOCIÓN
Yo he sido mis circunstancias, como le ocurre a cualquiera. El lugar de nacimiento, las características personales genéticas y aprendidas, la familia, la fortuna del entorno…. He jugado con ellas y ellas conmigo, como todo el mundo. Y he hecho algo más. Me he enfrentado a ellas; en muchos casos no he seguido sus indicaciones o los moldes que me proponían. He hecho cosas y tomado decisiones que iban en contra de mis circunstancias o me alejaban de ellas.
Dedicarme a perder el tiempo ha sido quizá la más intensa de mis inadaptaciones. Unas veces perdiéndolo a ojos vista, otras perdiéndolo mientras lo ganaba en actividades que solo a mí interesaban en cada momento. Actividades improductivas, en el sentido económico, que he sentido como lo mejor que podía hacer y, en algunas ocasiones, como lo peor.
Ocasiones en que sí que he perdido el tiempo, sin duda, cuando no he sabido salirme de él por arrepentimiento. Qué absurda situación la mía en esos momentos, cuando me negaba a mí mismo sin saber afirmarme en lo que yo mismo ejercía sin contemplaciones.
Me he ido convirtiendo en un aristócrata respecto de mis circunstancias.
Y creo que todo ello tiene que ver con mi pensamiento de ser un animal más del mundo, perteneciente a una especie más de las existentes, aunque diferente, por supuesto, incluso radicalmente diversa.
Un animal que se ha empeñado en superar sus instintos, sin conseguirlo. Un animal que poco a poco fue cambiando lo que en origen fue su forma de vida grupal por un extraño individualismo, extraño al menos respecto al resto de animales. No es el feroz individualismo del oso o del tigre, ni el individualismo indiferente del camaleón, nada tiene que ver con el sinuoso individualismo de la cobra o con el humilde individualismo del armadillo o de la tortuga. Hay en el individualismo del animal humano un clamar por su ser social en el desierto de la soledad que lo adorna y lo apabulla, que lo pone en el camino de la libertad y lo aboca a echar de menos la supervivencia que supera con una actitud que ningún otro animal ha encarado nunca ni encarará.
Hay algo en el desarrollo individual del humano que lo sitúa cerca de la extinción mientras la sociedad en la que se enclava o a la que hace frente absorbe lo que el individuo genera en el límite, el posible límite de lo humano, siempre superado o siempre recorrido bajo diferentes simulacros, como disfraces de realidad que el común rechaza o censura.
Límite inalcanzable alcanzado en la necesidad del final, esa forma de no ser que clama por hacer definitivo el estar.
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