A  Claude Debussy (1862-1918) le debemos tanto que no sabemos que es así,  la propia discreción de su música la hace tan grande y tan sutil que no  exige grandes celebraciones sino una degustación plácida que nos acerca a  la pasión por caminos mesurados, sin bruscos desniveles, aunque llenos  de unos matices que nunca terminan porque no tienen principio; son,  están, en sus largas melo días y en sus contrastes tenues.    Cien años sin el maestro son muchos, pero su música está tan viva que  parece estar escrita ayer mismo, como si él supiera lo que podría ser  una eternidad pequeña y cercana, la eternidad de ese siglo violento que  nos separa de su existencia y que se esfuma en cuanto somos penetrados  suave e inevitablemente por la música que propone, de una forma tan  innecesaria que se convierte en necesaria gracias a la libertad que nos  ofrece y con la que nos hace soñar.   La levedad se hace rotunda en el orden de sus notas, en su armonía reinventad...