Creo que es momento de repasar algunos de los pequeños y grandes momentos de felicidad que me ha proporcionado este año que termina: Conocer algo de Rusia, de sus extraños entresijos y de una vida tan peculiar desde mi punto de vista como su alfabeto. Una tierra grandiosa y unas gentes que parecen guardar secretos envueltos en una amabilidad fría que parece provenir de un sótano en el que se ven obligados a esconderse. Y también allí, en San Petersburgo, el lujo se desborda como si el río y los canales a los que se asoma, teme y utiliza, fueran los frágiles cimientos de una forma de vida a la que aspirar y que nunca se realiza salvo en los ritos cantados de las iglesias y en la supervivencia como identidad. Mucho más cerca de mi casa me he encontrado con un lugar que podría parecer el Tíbet y que solo es un fragmento de muro de un pequeño pueblo al pie de unas montañas. Los lugares y las luces pueden hacer que los recuerdos y los anhelos se plieguen como hojas de p...