A uno no le queda otra que aceptar sus querencias, tan inexplicables como la propia existencia de uno mismo. Y desde ese punto de vista hoy confieso aquí mi debilidad, mi gozo, mi inclinación y mi disfrute respecto de los flamencos. Voy a intentar aclarar que esta inclinación mía no solo se produce ante los elegantes animales rosados con quienes he tenido la fortuna de cruzarme en diversas partes del mundo, sino con muchas de las personas, hechos e historias que se denominan, o se denominaron en tiempos con el gentilicio flamenco. Tan atractivo me resulta el extraño pico de las magníficas aves migratorias que habitan el mundo o el suave colorido de sus plumas, como las pinceladas pastosas y brillantes que la mano de Rembrandt se encargaba de distribuir sobre un lienzo o los coquetos y antiguos ciudades y pueblos que hoy se sitúan en el norte de Bélgica y en los Países Bajos. Todo esto viene al caso de la emoción pizpireta que me ha p...