En la víspera de visitar el Taj Mahal (hoy justo hace un año) la suave presencia en Agra del coloso en la lejanía se imponía con su potencia icónica a los pasos que recorrían la ciudad con una curiosidad muy bien adaptada a la anarquía del lugar. Y aparecieron el antiguo fuerte, el río Yamuna, el más sagrado tras el Ganges, que venía muerto de Delhi y lo ocultaba con su bella grisura, el casco antiguo, expresión de un terremoto permanente de vida y miseria, y el “pequeño Taj”, de nuevo junto al río, rutilante, exquisito, como varado en una permanencia ancestral subrayada por los búfalos pastoreados en pleno centro de la ciudad. Toda una vida en vísperas, todo un juego vital y mortal al que asistí como espectador y participante, todo un privilegio que se desarrolló en unas pocas horas, con unas luces cambiantes que parecían existir para iluminar aquello a lo que accedí como si pudiera comprender el mundo, sin digerirlo, concentrado en un pe