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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (98)

    EPÍLOGO VIII   No quiero que mi vida tenga un sentido, allá ella y sus circunstancias.   Quiero profundizar en el sinsentido de la vida, quiero que mis semejantes puedan convivir en su sinsentido gracias a que la vida de todos, incluidos mis no semejantes, se respete y sea posible con las menores trabas mientras dura.   Quiero construir porque mi especie lo ha hecho y encuentro belleza en ello, como en la vida solemne de las efímeras, el insecto cuya vida sin boca no exige alimentarse, que solo dura un día con el único fin aparente de reproducirse.   ¿Y qué decir de la destrucción? Forma parte, ha formado y formará parte del todo de manera tan natural como la existencia de la muerte, ese necesario descanso en la escalera del cambio, de la que nadie sabemos ni sabremos nunca si su sentido es ascendente o descendente.   Quiero y camino.  
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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (97)

     EPÍLOGO VIII   LA CIUDAD   Ofrece detalles del pasado y del presente que llaman a nuestra mirada y la convierten en una observadora llena de interés, en el olvido de ser alguien que pasa sin saber ni conocer, sin curiosidad ni búsqueda.     La ciudad provoca vida intensa si uno se deja querer y comprender, mientras camina, con una pasión racionalista muy alejada de desiertos y selvas, las contrafiguras de su dureza arcaica que pretende ser futurista mientras marca un presente sin horizonte.     La alegría en la ciudad tiene algo de perverso. La tristeza se acumula desde ella, escondida, y abraza lo que deja de ser posible.     La huida de ella y la permanencia en sus entresijos permiten que el mundo nunca llegue a tener sentido.  

EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (96)

    EPÍLOGO VII   DEUDA DE BELLEZA   A la muerte le debemos, entre otras cosas, además de su bendito misterio y su terrible inoportunidad, lugares tan extraordinarios como son los cementerios. Lugares de todos los colores y las formas, situados a su vez en espacios esplendorosos o vulgares, alejados o cercanos, en hondonadas o promontorios, en el más rudo interior o en el más extremo acantilado, en ínfimas aldeas o en ciudades inmedibles. Sus posibilidades son tan infinitas como las infinitas variedades del acabamiento de la vida, aunque terminen resumiéndose en una sola y aparentemente definitiva muerte.   El estremecimiento de la visita al recuerdo de una persona querida, en esos regalos que nos hacemos gracias a la muerte, desaparece cuando penetramos en uno de aquellos recintos en donde no reposa o está inquieto nadie que haya hecho vibrar nuestros sentimientos. Los cementerios pueden ser de esa forma fantásticos lugares de paseo, aquietados y silenciosos...

EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (95)

  EPÍLOGO VI   ARRIBA   Mirar hacia arriba es una de las ofertas insoslayables del caminar, aunque no conduzca a nada, aunque recuerde que la nada es el destino, aunque solo nos lleve a reconocernos tan terrestres como soñadores. Produce una experiencia que se compensa en lo real con pasos embarrados y tropezones que nos devuelven al necesario humor con el que se puede sobrellevar la vida, su injusticia como destino, y a enfrentar ese extraordinario y ridículo anhelo permanente, como abanico cerrado de palabras, sensaciones y pensamientos, que caracteriza a nuestra especie.   El aire transparente o espeso parece recoger con agrado nuestra mirada anhelante, el brillo de sueño que posee, el recuerdo no nacido y el atrapado por la espesura de noches de insomnio y placer. Es un aire recortado con perfiles desnudos que llenamos de sustancia inventada, con la pasión de quienes encuentran en el movimiento y el estatismo un resumen de muerte y vida que nos refleja como si ...

EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (94)

      EPÍLOGO V   EL MAESTRO   El viejo Fausto había llegado a la edad en que se puede mirar atrás, como si el tiempo fuera espacio, y reconocer, en el horizonte del pasado, que había vivido. Su vida era una fina línea de luz que perdía su intensidad hacia el cielo de lo que puede ser recordado, la que él podía ver en el horizonte a espaldas suyas. Esa luz le proporcionaba una serenidad acuñada en pliegues vitales que le hacía no temer a la muerte aunque no la deseara. Y esa misma luz transportaba, como motas de polvo suspendidas en el haz que atraviesa las rendijas de una ventana en un atardecer de verano, la constatación de que había vivido y no había realizado su vida, era una vida sin hechos, estaba llena de actitudes, decisiones, dudas, pensamientos, pero hechos… Casi no podía recordar ninguno iniciado por él, solo los sobrevenidos por la vida de los otros, por la vida de su familia, de su ciudad, de su casa, de sus libros. El anciano maestro clamó al...

EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (93)

    EPÍLOGO IV    LEVE RUPTURA   Hay una rendija en el fluir de lo que acontece, de la propia vida, No existe para asomarse por ella ni para que nada ni nadie espíe lo que sucede. Es solo la posibilidad de detener, precisamente, el acontecer; de echar raíces en el transcurrir como si todo pudiera ser elegido y nada pudiera recibir la humedad del impalpable tiempo.   En ella puede uno intentar situarse mientras no pretenda que los sucesos sean otros que los que existen, que los que regala y arrebata la vida. Atisbar lo que por ella se rompe y lo que gracias a ella se puede construir es cargar la vida de intensidad, es arrebatarle el triste poder a la supervivencia.

EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (92)

    EPÍLOGO III    ANGUSTIA QUE GENERA     Dirigir el deseo Es preocupación sonora Su existencia es disparo Su proclamación es muerte     Tanta dicha podría estar muerta Tanto amor es horizonte Tanto calibrar es guerra Tanta palabra fue eternidad perdida     No encontramos el anhelo Sin él vivimos deshechos Tendríamos que cantar Hasta terminar diciendo