EPÍLOGO VIII    No quiero que mi vida tenga un sentido, allá ella y sus circunstancias.    Quiero profundizar en el sinsentido de la vida, quiero que mis semejantes puedan convivir en su sinsentido gracias a que la vida de todos, incluidos mis no semejantes, se respete y sea posible con las menores trabas mientras dura.    Quiero construir porque mi especie lo ha hecho y encuentro belleza en ello, como en la vida solemne de las efímeras, el insecto cuya vida sin boca no exige alimentarse, que solo dura un día con el único fin aparente de reproducirse.    ¿Y qué decir de la destrucción? Forma parte, ha formado y formará parte del todo de manera tan natural como la existencia de la muerte, ese necesario descanso en la escalera del cambio, de la que nadie sabemos ni sabremos nunca si su sentido es ascendente o descendente.    Quiero y camino.   
     EPÍLOGO VIII   LA CIUDAD   Ofrece detalles del pasado y del presente que llaman a nuestra mirada y la convierten en una observadora llena de interés, en el olvido de ser alguien que pasa sin saber ni conocer, sin curiosidad ni búsqueda.     La ciudad provoca vida intensa si uno se deja querer y comprender, mientras camina, con una pasión racionalista muy alejada de desiertos y selvas, las contrafiguras de su dureza arcaica que pretende ser futurista mientras marca un presente sin horizonte.     La alegría en la ciudad tiene algo de perverso. La tristeza se acumula desde ella, escondida, y abraza lo que deja de ser posible.     La huida de ella y la permanencia en sus entresijos permiten que el mundo nunca llegue a tener sentido.