Comenzaré sin más preámbulos diciendo que he vuelto a ver 8½ (Otto e mezzo), dirigida por Federico Fellini en 1963, y que puedo afirmar sin rubor que se ha quedado vieja.
Si el amable lector desea continuar leyendo descubrirá lo que contiene una afirmación como esa en estos tiempos y lugares que nos recorren sin horizonte, en una planicie confusa llena de montículos virtuales que no resultan atractivos para ser escalados.
La gran película de Fellini se ha quedado vieja como lo está, por poner un ejemplo señero, la obra de Caravaggio, con una presencia tan fulgurante y potente que el tiempo y el cambio transcurridos desde su creación, la de Caravaggio y la de Fellini, no permiten digerir como obras que afirman y transgreden sus propios momentos y convocan un clasicismo que no buscaron.
Hay obras, como las que estoy, precisamente, convocando aquí, que nos permiten afirmar que el progreso es solo una entelequia interesada, una falacia que pretende enfrentarse a la muerte como si fuéramos sus iguales. Grandes obras que muestran y demuestran que en cada momento se puede acercar el absoluto de lo soñado y lo pensado sin posibilidad de ser superado en ningún otro momento o circunstancia, fuera de líneas de tiempo impostadas e interesadas. Obras llenas de una libertad que parece infinita, cargada de creatividad y de atención y mostración de lo que su tiempo ofrece y niega, o enmascara.
Pocos artistas, como Federico Fellini, pueden presumir de tener una obra en el centro de su carrera que resume su obra anterior y prefigura la posterior, sea o no de manera voluntaria. En ella un cineasta, tanto el propio Fellini como Guido, el protagonista, vive vida y obra con la misma perplejidad. Gracias a ella y a la narratividad rota de la película queda reflejado, a través de las ensoñaciones de Guido, de la supuesta realidad en la que vive y del fluir ininterrumpido de imágenes que se fragmentan en sueños y convocan realidades, un cúmulo de sensaciones que se nos ofrecen y permanecen en los espectadores como posibilidad vital y ensoñada, como puro arte cercano y abierto.
Hoy lo clásico se ha convertido en viejo y es casi inexplicable esta situación. Quizá, como decía al principio, la falta de horizontes en la vida actual, salvo los puramente tecnológicos, sea la causa de ese no asumir el pasado, valorar el presente de una forma banal y no tener planes de construcción de un futuro que siempre ha de existir.
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