La mirada curiosa, la mirada perpleja, la mirada del amor, la mirada anhelante, la mirada melancólica, la mirada inocente... El adolescente ve y mira la vida que le rodea, su vida, y vive plenamente sin saber hacia dónde se dirige.
Sin paliativos, Paolo Sorrentino nos hace participar con Fue la mano de Dios en lo que fue su vida en los años ochenta, en lo que fue y es Nápoles, en lo que fue y es el cine.
En la primera parte de la película no esconde su deuda con el cine de Fellini, lo homenajea con una gracia y una sensibilidad que el espectador no puede dejar de agradecer. Hay momentos e imágenes únicos que se recordarán para siempre.
Más adelante en la fluida narración la película se desliza desde el humor a la tristeza con la misma naturalidad y exacerbación con que se suceden los sentimientos de un adolescente.
Asistimos asombrados, gozosos y tristes al crecimiento necesario de aquellos años del chico que, como la película muestra y demuestra, serán capitales en su vida futura.
Conocí el cine de Sorrentino gracias a la magnífica La gran belleza. La dimensión narrativa, humana y cinematográfica de esta película la convierten, sin ironía, en la gran belleza fílmica del año pasado.
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