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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (81)


 

 

 OCTOGÉSIMA EMOCIÓN

 

¿Te acuerdas de cuando nos pillaste a Luis y a mí muy juntos, aunque sin haber podido ver nada que pudiera herir tu liberalidad ética? Sé y supe entonces que solo nuestras expresiones forzadas al entrar tú en mi habitación te darían la pista de que nos traíamos algo entre manos, de que algo ocultábamos, algo que no eran planes de adolescentes siniestros o divertidos, sino algo muy nuestro, algo que estaba situado en nuestro estar juntos.
 
 
Te voy a contar la historia de nuestra incomodidad cuando tú entraste. Voy a traducir lo que ocurrió, lo que nos ocurrió, a un lenguaje y una forma que tú puedas comprender.
 
 
Desde que Luis y yo nos conocimos no paramos de hablar el uno con el otro. Fue tan natural como mirarnos a los ojos con confianza. Hablábamos y hablábamos. Del colegio, de los compañeros, de los profesores, de los padres, siempre sin plan previo, siempre con una naturalidad que estrechaba nuestra relación cada día, que nos convertía quizá en una isla a la que no accedía nadie que no fuéramos nosotros. Y teníamos otros amigos, claro. Yo los que había hecho antes de conocerle, y él los que facilitaba su afabilidad y el atractivo de ese punto de picardía que lo caracterizaba y que parecía colocarlo en otro lugar que el que ocupábamos los demás niños.
 
 
Desde el principio nos habíamos rozado, nos habíamos dado empujones amistosos, se habían encontrado nuestras manos en roces que provenían de la expresividad que nos proporcionaba estar juntos. Nada de ello nos cuestionaba nuestra amistad ni la hacía ondular por terrenos que no fueran otra cosa que los propios de nuestra diversión y nuestra querencia, la de cada uno hacia el otro.
 
 
Tres días antes de aquel en que tú entraste en mi habitación jugábamos al baloncesto, juntos, como siempre, nos sentamos a descansar y hablamos de cuando él vivía en su antiguo barrio, de los amigos que dejó en su otro colegio, de tantas cosas que yo no había podido vivir y él me contaba como si yo las recordara, detalles de todo aquello que yo ya conocía por haber hablado de ello con él en otras ocasiones y que se habían convertido en novedades, en matices de recuerdos que recreábamos juntos. Me contaba, con su ligereza característica, que no echaba nada de menos aquello gracias a mí. Yo le miré un tanto afectado, con una sensación que era el culminar de las sensaciones de amistad que llevaba conmigo siempre que estaba con él, un sucederse la vida como si no existiera el tiempo, como si todo fuera frágil y duradero. Se volvió hacia mi rostro enrojecido y colocó sus labios en los míos con una delicadeza que me dejó inhábil. No fue una parálisis, fue un sentir que acababa de entrar en otro mundo, que era el suyo y que deseaba que fuera el mío. Fui capaz de sonreír cuando separó su rostro del mío con un brillo en los ojos que era diferente al que tan acostumbrado estaba a ver en él. Puse la mano sobre la suya notando que mi respiración se estaba acompasando con la de mi amigo. No dijo nada. No dije nada.

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