EPÍLOGO V
EL MAESTRO
El viejo Fausto había llegado a la edad en que se puede mirar atrás, como si el tiempo fuera espacio, y reconocer, en el horizonte del pasado, que había vivido. Su vida era una fina línea de luz que perdía su intensidad hacia el cielo de lo que puede ser recordado, la que él podía ver en el horizonte a espaldas suyas. Esa luz le proporcionaba una serenidad acuñada en pliegues vitales que le hacía no temer a la muerte aunque no la deseara. Y esa misma luz transportaba, como motas de polvo suspendidas en el haz que atraviesa las rendijas de una ventana en un atardecer de verano, la constatación de que había vivido y no había realizado su vida, era una vida sin hechos, estaba llena de actitudes, decisiones, dudas, pensamientos, pero hechos… Casi no podía recordar ninguno iniciado por él, solo los sobrevenidos por la vida de los otros, por la vida de su familia, de su ciudad, de su casa, de sus libros.
El anciano maestro clamó al cielo en silencio y fue contestado por el infierno. Las líneas que escribía con su pulcra letra dejaron de tener fin, comenzaron a no saber llegar al punto. Había pedido desde la inquietud no conocer la inquietud; la respuesta a su demanda fue la reaparición de su olvidada juventud en forma de serpiente. El escurridizo animal se enroscó en su sabiduría y le hizo conocer el amor hasta convertir en imposible una vida sin deseo, sin curiosidad y sin acción. La muerte arrepentida fue la respuesta a su llanto.

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