Un arlequín de Picasso y un Cristo de Van der Weyden se miran sin verse como si se conocieran, como si la alegría y la tristeza fueran un solo sentimiento, como si el humano fuera inventado y sus símbolos fueran la única realidad palpable. El amor se trasluce en esas miradas tan distantes y cercanas. La experiencia del pobrecito paseante del museo, a quien le gustaría ser además de existir, es la del amante despreciado por el amor que otros poseen y realizan. La experiencia estética puede ser apabullante o mísera. Ante las miradas que nos legan unos artistas tan dotados como aquel flamenco adoptado en Iberia y ese otro íbero adoptado en la Galia, el paseante no tiene otra opción que moverse entre el estupor y la conciencia gloriosa de que nada es y todo parece. *** Algo ha ocurrido en la galería principal del museo del Prado. En su centro, en el camino que lleva hasta la obra de Goya, entre colores y formas dispuestos por Tintoretto, Tiziano, Van Dyck o Rubens, han aparecid...