Uno pasea por el lugar en el que quizá ha disfrutado del mayor número de experiencias estéticas que ha tenido en su vida, un edificio por el que lleva paseando toda la vida, el museo del Prado. Y tiene la fortuna de experimentar cómo junto al Lavatorio de los Pies de Tintoretto se encuentran siete figuras femeninas y venecianas, entre fantasmales y benéficas, que parecen haber sido hechas para convivir con el colorido también veneciano del maestro. Es Giacometti. La mirada, tras esa experiencia lúdica y severa se dirige hacia lo que allá al fondo lo espera, la gran figura de mujer que no desea poseer solo su frontalidad aunque se imponga rotundamente.
Pero hay mucho más. Frente a los retratos áulicos de Tiziano de Carlos V y Felipe II se sitúan dos pequeños dibujos que interfieren con sus grises el color inaudito de la paleta del otro artista veneciano mientras evitan el grito que parece reclamar la condición humana. Y en el corazón del museo, la gran sala de Velázquez, la de la vida del aire de Las Meninas, un conjunto de piezas escultóricas que parecen haber salido a pasear gracias a su conjunción se presentan, estáticas, con sus preguntas sin respuesta entre las mitologías y las aparentes realidades que el sevillano regaló en forma de color tan ordenado como inaprehensible.
Cerca de allí, intentando digerir tal experiencia, llega uno a dos salas en las que se contraponen y complementan una figura femenina de rotunda y leve presencia filiforme a las figuras vocacionalmente verticales de El Greco, mientras una pierna que busca su lugar en el mundo, o que lo perdió, se sitúa bajo los trabajos de Hércules de Zurbarán, como si fuera una huérfana pasmada ante la heroicidad.
Y siente uno que a su paseo lo acompaña el paseo de la belleza, un pasear pausado y sencillo de una intensidad insoportable, un sueño posible que se cumple de esa forma inclasificable en la que lo hacen los sueños, con unos matices que no se corresponden con ningún objeto, que podría uno llamar espirituales, aunque no tengan nada de etéreo sino de concreción vital llena de radicalidad y alternativa de lo que se suele considerar la realidad.
Se despega el paseante de los lugares de las sensaciones descritas, que ya lo acompañarán para siempre, entre las pinturas de Ribera, esas obras maestras empequeñecidas por la cercanía de las de Velázquez aunque se puedan medir con ellas sin pretender apagarlas. Y se siente o se sueña que Giacometti y Ribera tienen mucho en común, extranjeros en sus lugares de desarrollo artístico, tremendos buscadores de la forma y su expresividad, grandes artistas no tan centrales en el momento de cada uno de ellos que llegan al extremo del arte con sus obras.
Pasear en las condiciones descritas permite acercarse a uno de los posibles paraísos experienciales que los humanos somos capaces de componer en nuestra incesante actividad como trashumantes de las sensaciones y los pensamientos.
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