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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (24)

 

VIGÉSIMO TERCERA EMOCIÓN


Camino, esta vez por una estrecha carretera, y veo delante de mí a quienes, sin compañía, van acompañados, como yo mismo. Salí ayer de la autopista y creo que hoy me internaré en alguna senda rural. Todo es lo mismo. En la autopista también estaban ellos y sus compañías; quizá consiga dejar de encontrármelos en alguna senda que se cruce en mi camino, una senda de relativa soledad, dada mi compañía, que me haga soñar en que la realidad no es exactamente la que vivo, sino que posea algo de aquella otra de la que procedo y que cada día amo más en el recuerdo.

 

Si les adelanto no puedo ver las caras de quienes, a la izquierda de nosotros, nos acompañan. Percibo su silueta y con ella, por su forma y tamaño, deduzco si son niños, adultos o ancianos. Noto sus andares vivos o dificultosos, me fijo en sus gestos y en los rostros de quienes van con ellos. Bien sé yo que no tienen otra elección que su compañía.

 

 Yo camino con mi compañero, como el resto de nosotros. Realizo un camino que no tiene destino, un imparable andar que no lleva a ninguna parte que yo haya deseado o elegido, un caminar puro lleno de palabras, las suyas y las mías. No hay ninguna razón o deseo que me impulse a caminar. Es la vida que ahora toca y me gustaría sentir que la elijo, me gustaría saber que me conduce hacia algún horizonte que no sea el de la provisionalidad permanente. Me gusta dirigirme hacia montañas, aunque cruzarlas me resulte incómodo y costoso. Me alegra llegar a la costa y poder caminar junto a ella o darle la espalda al mar para seguir una nueva dirección que quizá algún día se convierta en vieja, en repetida y nuevamente conocida.

 

Si me detengo, la mirada de mi compañero se clava en mí de una forma insoportable. Es como si me mirara desde dentro, como si mi mirada fuera sustituida por la suya y la tragedia se cerniera sobre lo que contemplo. Dejo de verlo, solo soy su mirada y en ese momento la inexistencia de la muerte se me hace insoportable. Hay que caminar sin cesar para que su compañía y mi existencia sean soportables. Caminando se produce la sensación de que se pudiera alcanzar la felicidad o, al menos, el bienestar, en un horizonte imposible que parece llamarme desde lejanías sin forma. Los montes, las llanuras, las casas o el mar que vislumbro en el horizonte no son destinos ni anhelos, son puntos de sutura de la herida que es ahora el caminar.

 

Hace ya unos años que todos los que sobrevivimos perdimos la esperanza de encontrarnos a nosotros mismos, de tener un destino al que dirigirnos. Eso empezó a suceder justo después de que aparecieran nuestros compañeros. Y nadie sabe, o no quiere saber, la causa de que los acompañantes de algunos formen un gran grupo, mientras otros, como yo mismo, solo tengamos uno. Supongo que habrá razones, o más bien sensaciones y hechos vividos o dejados de vivir, que expliquen la abundancia o escasez de la compañía.

 

Delante de mí, y de él, se extiende el paisaje que, tras el paso de la pandemia, un tiempo antes de que se materializara la compañía, su compañía, veo color ceniza, aunque el verdor y los colores de las estaciones continúen existiendo. Ahora el paisaje no solo son árboles, llanuras, montañas, ríos o mares; han pasado a formar parte de él las casas y las ciudades deshabitadas con sus colores cenicientos. Esa ceniza de las construcciones, como si el asfalto de las calles y carreteras se hubiera expandido, hubiera crecido como los bosques o los prados, parece afectar a mi vista y contaminar el resto de colores, esos que se solían llamar naturales, apagándolos y reduciendo su contraste. ¿Será un efecto de mi supervivencia? Un daltonismo triste como reflejo de eso desconocido, inclasificado, que mi cuerpo, mi yo, posee y que ha provocado que siga vivo. Todo está deshabitado o habitado a medias. Nadie permanece mucho tiempo en las casas o en las oficinas y fábricas abandonadas. El impulso de caminar no se detiene cuando estamos en su interior. Las recorremos enteras, percibimos el silencio del abandono, la falta de ruido humano y tecnológico se condensa en melancolía. ¿Pero seré yo capaz de describir eso que llamo melancolía, eso que es una sensación, o un estado de dejadez sin tristeza, de permanencia en una situación que parece eterna y sin salida, pero que no produce desesperación ni depresión o, al menos, esa versión tan común de la depresión que impide el actuar, que en nuestro caso es el caminar?

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