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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (64)


 

 

 SEXAGÉSIMO TERCERA EMOCIÓN


Mirar hacia arriba es una de las ofertas insoslayables de este transitar por el nuevo mundo que es el viejo de una forma diferente, aunque no conduzca a nada, aunque recuerde que la nada es el destino, aunque solo nos lleve a reconocernos tan terrestres y soñadores como éramos y como, inevitablemente, seguimos siendo. Mirar de esa forma produce una experiencia que podría llamarse trascendente y que se compensa en lo real con pasos embarrados y tropezones que nos devuelven al necesario humor con el que se podría sobrellevar la vida, esta extraña vida, su injusticia como destino, y a enfrentar ese extraordinario y ridículo anhelo permanente, como abanico cerrado de palabras, sensaciones y pensamientos, que continúa caracterizando a nuestra especie, a lo que queda de ella.
 
 
El aire transparente o espeso parece recoger con agrado nuestra mirada anhelante, el brillo de sueño que posee, el recuerdo no nacido y el atrapado por la espesura de noches de insomnio, placer y recuerdo de lo que fue. Es un aire recortado con perfiles desnudos que llenamos de sustancia inventada, con la pasión de quienes encuentran en el movimiento y el estatismo un resumen de muerte y vida que nos refleja como si fuéramos importantes, como si pudiéramos ser flores, piedras desgajadas de las historias o imposibles muertos queridos con un alma viva y flotante capaz de disfrutar de nuestras exequias.
 
 
Y un extraño camino, aún más extraño que el habitual, aparece gracias al reflejo de lo encontrado e inventado en el aire que, sobre nuestras cabezas, se desborda en miradas que caen como lluvia invisible, cargada de la humedad de la vida interior, oculta y anhelada.

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