SEXAGÉSIMO TERCERA EMOCIÓN
Mirar hacia arriba es una de las ofertas insoslayables de este transitar por el nuevo mundo que es el viejo de una forma diferente, aunque no conduzca a nada, aunque recuerde que la nada es el destino, aunque solo nos lleve a reconocernos tan terrestres y soñadores como éramos y como, inevitablemente, seguimos siendo. Mirar de esa forma produce una experiencia que podría llamarse trascendente y que se compensa en lo real con pasos embarrados y tropezones que nos devuelven al necesario humor con el que se podría sobrellevar la vida, esta extraña vida, su injusticia como destino, y a enfrentar ese extraordinario y ridículo anhelo permanente, como abanico cerrado de palabras, sensaciones y pensamientos, que continúa caracterizando a nuestra especie, a lo que queda de ella.
El aire transparente o espeso parece recoger con agrado nuestra mirada anhelante, el brillo de sueño que posee, el recuerdo no nacido y el atrapado por la espesura de noches de insomnio, placer y recuerdo de lo que fue. Es un aire recortado con perfiles desnudos que llenamos de sustancia inventada, con la pasión de quienes encuentran en el movimiento y el estatismo un resumen de muerte y vida que nos refleja como si fuéramos importantes, como si pudiéramos ser flores, piedras desgajadas de las historias o imposibles muertos queridos con un alma viva y flotante capaz de disfrutar de nuestras exequias.
Y un extraño camino, aún más extraño que el habitual, aparece gracias al reflejo de lo encontrado e inventado en el aire que, sobre nuestras cabezas, se desborda en miradas que caen como lluvia invisible, cargada de la humedad de la vida interior, oculta y anhelada.
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