SEXAGÉSIMO QUINTA EMOCIÓN
Nuestras compañías actuales no borran ni anulan el yo, ese auténtico y disfrazado personaje que va con cada uno de nosotros, y que es alguien que puede llegar a ser molesto a pesar del amor que sentimos por él. Ese ser que es uno mismo sin llegar a serlo es como una novia o un novio a quien amamos más de lo que nunca podríamos haber imaginado, pero que exige estar siempre con nosotros, de día, de noche, cuando nos lavamos, cuando nos sentamos, cuando trabajamos, cuando estamos distraídos, cuando hacemos todas y cada una de las acciones de nuestra vida; y vamos a suponer que nuestro amor no disminuyera con esa presencia constante, pero seguro que terminaríamos hartos de la otra persona e incluso hartos de nuestro mismo amor si no perdiéramos de vista en ningún momento al ser amado. De similar manera, el yo, nuestro amor insoslayable, es algo o alguien que a veces cuesta llevar con uno aunque es posible que no queramos perderlo nunca como compañero.
A pesar de su compañía ambivalente ese yo, o nuestro amor por él, tiene una potencia tan característica que creemos es alguien muy especial, como cuando nos enamoramos, que es alguien insustituible, único e incluso necesario para la vida. Y nos gustaría creer, y lo creemos, que es tan especial como para ser inconfundible. Entre las peores y más saludables experiencias de la maduración de cualquiera se encuentra la de comprender que tal o cual inclinación, enfoque, actitud o acción personal es una más de entre todas las inclinaciones, enfoques, actitudes o acciones de quienes tenemos cerca, que casi no se diferencia en nada de las características e inclinaciones de muchos otros, que no somos casi nada inconfundibles sino algo mucho peor, que somos bastante intercambiables.
Los humanos somos, o éramos, capaces de dejar a las sucesivas generaciones lugares, ideas, palabras o formas inconfundibles, quizá porque atisbamos, aunque nos cueste reconocerlo, que los que somos perfectamente confundibles entre sí somos nosotros mismos y pretendemos corregirlo dejando alguna huella que simule que el yo, que cada yo, ha nacido por necesidad y que su existencia es una aportación definitiva a eso que intuimos, aunque no lo reconozcamos, no se dedica a otra cosa que a jugar con nuestros grupos de células y con el resto de células vivas, a esa inclasificable y juguetona realidad que llamamos vida y que hoy, tras lo que ha ocurrido, se ha transformado sin cambiar, como si fuera a producirse una metamorfosis que siempre estuviera pendiente.
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