SEPTUAGÉSIMO TERCERA EMOCIÓN
Hay cosas, sensaciones, pensamientos, que sé y no puedo demostrar aunque puedan ser mostrados. Y eso, mi querido no-padre, he de reconocer que forma parte de las no enseñanzas que dejaste en mí.
Una de ellas, una de las que más importancia le doy, es la cuestión, la realidad, de que la música y el amor tienen casi todo que ver la una con el otro; no es que tengan mucho en común, que también, sino que una y otro se dan a luz mutuamente, se llaman, se convocan y se disfrutan con una intensidad que les es propia y que no se parece a ninguna otra.
La música se vuelve aún más viva en su mundo paralelo cuando el amor está en lo más alto. El amor busca su refrendo en la música cuando crece de esa forma exponencial que solo él sabe provocar.
Y se buscan mutuamente si se permite que la vida fluya, que nos utilice a nosotros y que sea trascendida, aunque no se pueda, por nosotros mismos. Su paralelismo es lejano e inevitable, y tan misterioso que es capaz de tener puntos de intersección sin dejar de existir en paralelo.
Hay algo, además, que une a la música y al amor de una forma tan elegante y tan bella que no tiene igual en ninguna otra coincidencia posible. Ambos se encuentran, no pueden buscarse, en cuanto a su existencia en cada uno de nosotros como bienes fulgurantes, como entradas en mundos en los que no creíamos, como posibilidades que dan a luz nuevas posibilidades.
El encuentro con las músicas, la música, y con los amores, el amor, planea sobre cualquier humano que sea capaz de vivir la vida con la sencillez y la naturalidad, tan complejas, de lo que fluye, de la respiración, del sucederse la vida y la muerte como el rodar de una piedra en la montaña cuando desaparece la planta que frena su suave caída.
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