Una sala oscura. Un cúmulo de espectadores. Un tren se acerca desde el fondo de una pantalla hacia ellos. Algunos huyen despavoridos ante una apariencia que no comprenden. Hace más de un siglo no se había producido todavía en el cine (aunque sí en el teatro) el acuerdo ficcional con el espectador que permite un desarrollo poético asumido como real y digerido como sueño. Las historias narradas que asumen y muestran como condición su propia ficción son las que aparentan más realismo gracias a una poética que sitúa al espectador en una condición diferente a la de su cotidianidad, mas no alejada de ella, transformada en la realidad que el arte es capaz de proporcionar y que el espectador desea, sin saberlo, asumir. Esos son los extraordinarios mimbres de la película de Asghar Farhadi El Viajante. En ella vivimos, en un contexto aparentemente extraño para un europeo, una realidad social y personal iraní que se hace universal gracias a la sencilla y elaborada magia de la películ