Solo el cine puede descubrir secretos sin palabras
I. Bergman
En este año recordamos que hace cincuenta que murió C. T. Dreyer y cien que nació Ingmar Bergman. Dos directores de cine cuyo recuerdo se hace necesario porque sus obras continúan vivificando la mirada, el pensamiento y las sensaciones del espectador, sin haber perdido en ningún momento su renovada capacidad de sugerencia cada vez que alguien se acerca a sus obras. Los traigo aquí juntos porque su enorme capacidad creativa los relaciona y porque el segundo, de alguna forma, se apoyó en el primero, aunque este artículo se va a centrar solo en uno de ellos.
La poliédrica e intensa personalidad creativa de Ingmar Bergman merece ser celebrada tras un siglo de su inicio. Teatro, cine, escritura, siempre en busca, siempre al límite de lo humano, como la isla que eligió para vivir a partir de un momento crítico de su creatividad, como la introspección que realizó consigo mismo, como la generosidad con la que infundió vida a sus personajes, con la que extrajo lo mejor de cada actor, con la que se entregó al teatro dejando una huella imborrable que se pierde en la fugacidad de la representación y que su cine quizá añora y compadece.
La película que más veces he visto es Fanny y Alexander, veo en ella cada vez las obsesiones de un hombre tamizadas por el humor, el amor y la madurez, reconvertidas en obsesiones universales gracias al arte y la capacidad de comunicación de quien las narra. Una capacidad que, en algunos momentos de esa inmensa película, nos hace volver a ser niños, llegar al borde de la muerte, saber y desconocer la recreación del recuerdo, sufrir el mal y superarlo, disfrutar de las pequeñas y grandes cosas de la vida, compadecerse con nuestros semejantes y desemejantes, abrir las puertas al misterio y la racionalidad como si no formaran parte de mundos distintos, como si todo pudiera ser humano, como si Schumann aún estuviera vivo, como si el agua que fluye fuera siempre la misma, como si el teatro nos constituyera como sociedad, como si la familia fuera el compendio del mundo en todas sus ramificaciones accidentales, malignas y creativas.
Uno de los espectáculos teatrales que más he disfrutado (y han sido muchos), que alzó un vuelo extraordinario desde su simplicidad, que apoyó la palabra con pocos elementos hasta hacerla vivir en cuerpo y alma, que trajo al presente lo que es pasado, que eternizó la problemática humana de cualquier época, que afirmó lo que conforman la vida, la mujer, lo social y lo individual como un conjunto inarmónico e inevitable de vida que intenta fluir y que desea alcanzar un horizonte sin lograrlo, ha sido Casa de Muñecas, de H. Ibsen, dirigida por el maestro e interpretada de forma impresionante por Pernilla August (la inolvidable niñera de Fanny y Alexander).
Bergman nos regaló, a lo largo de los años que fueron el final de su vida, dos testamentos imperecederos: sus memorias (La Linterna Mágica) y Sarabande, su última película. Dos obras que podrían considerarse imprescindibles si no provinieran de un genio que bien conocía la falta de necesidad del arte, su grandeza, y el reflejo que propone de nuestra decadencia permanente, llena de una brillantez a la que él cantó a través de sus múltiples facetas como creador de una forma que siempre reflejó y refleja lo que de vida tiene la muerte, lo que de muerte tiene la vida.
Termino como comencé, con las palabras del maestro sueco: “lo importante no es entender, es tener una experiencia emocional”.
(En la imagen la fachada del teatro Dramaten, que Bergman dirigió durante muchos años, y que está tomada en mis paseos por Estocolmo con la emoción del recuerdo del maestro)
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