Uno cruza medio mundo porque la curiosidad forma parte de lo que uno es o desea ser, porque siempre sintió que su cuerpo, o lo que sea aquello que pueda definirlo a uno, contiene una inquietud infinita que parece poder ser colmada con el acercamiento a lo otro, a cualquier lo otro que le ha llamado a lo largo de su vida y que desea apurar a sabiendas de que sea imposible, de que nunca podrá ser colmado el deseo mientras la muerte se acerca irremisiblemente con su sonrisa amable y atractivamente temible.
En uno de esos lugares a los que uno se acerca por tantas sinrazones
como posee la propia evolución del humano y su inquietud creativa o
inane, se encuentra con que el sueño que soñó y le impulsó a moverse
hacia la lejanía, es un sueño de cercanía que nada tiene que ver con el
posible exotismo del lugar al que se desplaza.
El viajero ha tenido la fortuna de mover sus pasos curiosos por las lomas del británico Yorkshire en algún momento pasado de su existencia, de disfrutar de sus verdores y su vida campestre con el acercamiento, entre otros lugares atractivos, a sus cementerios, tan rurales, tan severos, tan llenos de ensueño romántico y dureza vital.
Y ahora, haciendo danzar sus pasos por un lugar magnífico y alejado de las llanuras de las que proviene en el país visitado, entre montañas y bosques profundos que se despeñan por laderas cuya inclinación parece no permitir la pequeña acumulación humana en la que reside por unos días, aparece el recuerdo y la realidad de aquellas humedades británicas como si el mundo fuera capaz de plegarse en un momento y ofrecer lo que miles de kilómetros parecen negar.
Un antiguo cementerio con su cristianismo occidental y sus sugerencias en torno al recuerdo y la memoria estaba esperando al viajero allá donde las ruedas de oración budistas son las auténticas y vivas protagonistas. Uno, ante aquella realidad histórica y actual descubre, una vez más, que la sorpresa contiene tal poder como para estar dispuesta a sorprenderse a sí misma, como para asaltarle a uno con un cúmulo de reencuentro con el mundo que no esperaba poder alcanzar.
Un poco más al sur de aquel cementerio en el bosque húmedo la gran rueda de oración del templo junto al que vive el Dalai Lama en Dharamsala, India, gira a impulsos de unos creyentes que parecen no tener nada en común con la iglesia cristiana del bosque que ampara el cementerio, y todo ello provoca en el viajero una emoción alimentada por las sensaciones que lo rodean y acosan dulcemente, una emoción que parece expresar que el mundo no fuera ninguna otra cosa que un capricho humano, como un deseo infantil mágico y sagaz, de esos que son capaces de alimentar toda una vida con su fuerza imperecedera y su resurrección continua.
El viajero ha tenido la fortuna de mover sus pasos curiosos por las lomas del británico Yorkshire en algún momento pasado de su existencia, de disfrutar de sus verdores y su vida campestre con el acercamiento, entre otros lugares atractivos, a sus cementerios, tan rurales, tan severos, tan llenos de ensueño romántico y dureza vital.
Y ahora, haciendo danzar sus pasos por un lugar magnífico y alejado de las llanuras de las que proviene en el país visitado, entre montañas y bosques profundos que se despeñan por laderas cuya inclinación parece no permitir la pequeña acumulación humana en la que reside por unos días, aparece el recuerdo y la realidad de aquellas humedades británicas como si el mundo fuera capaz de plegarse en un momento y ofrecer lo que miles de kilómetros parecen negar.
Un antiguo cementerio con su cristianismo occidental y sus sugerencias en torno al recuerdo y la memoria estaba esperando al viajero allá donde las ruedas de oración budistas son las auténticas y vivas protagonistas. Uno, ante aquella realidad histórica y actual descubre, una vez más, que la sorpresa contiene tal poder como para estar dispuesta a sorprenderse a sí misma, como para asaltarle a uno con un cúmulo de reencuentro con el mundo que no esperaba poder alcanzar.
Un poco más al sur de aquel cementerio en el bosque húmedo la gran rueda de oración del templo junto al que vive el Dalai Lama en Dharamsala, India, gira a impulsos de unos creyentes que parecen no tener nada en común con la iglesia cristiana del bosque que ampara el cementerio, y todo ello provoca en el viajero una emoción alimentada por las sensaciones que lo rodean y acosan dulcemente, una emoción que parece expresar que el mundo no fuera ninguna otra cosa que un capricho humano, como un deseo infantil mágico y sagaz, de esos que son capaces de alimentar toda una vida con su fuerza imperecedera y su resurrección continua.
Todo un acto de imaginación y pureza comparar aquellos cementerios visitados con la pasmosa 'quietud' de los permanente zarandeados cilindros oratorios.
ResponderEliminarBien. Un abrazo.
Todo termina complementándose, amigo Blas. Muchas gracias y un abrazo.
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