Nuestro destino es extrapolar, no tenemos elección, nuestros propios pensamientos y sensaciones, intercambiables, nos cercan aunque permitiéndonos sacar conclusiones, generalizar, a partir de la pequeñez de nuestro terreno cercado. Es la manera que se nos proporciona de relacionarnos con el medio en que vivimos, el que nos da la vida, y con el mundo, la transformación del medio en algo humano, que exige la convivencia con los otros.
Nuestro estar en el mundo nos proporciona la posibilidad, también inevitable aunque soslayable, de realizar el camino inverso, de partir de lo general para acercarnos a lo particular. Es una forma de corregir la prepotencia que nuestro cercado íntimo parece promover. Así, de entre un grupo humano somos capaces de fijarnos, voluntaria o involuntariamente, en un individuo, ya sea por una pulsión erótica, de empatía o de inclinación indomeñable basada en circunstancias que desconocemos y que abrirá el dominio de la relación en nuestras vidas.
A diario tenemos experiencias que rompen ese destino de encierro en lo
pequeño propio y nos permiten dar la vuelta al camino inevitable que se
dirige desde el estrecho yo hacia el amplio horizonte del mundo. Traigo
aquí un ejemplo en imágenes de ese camino inverso que nos propone la
vida continuamente y que nos muestra cómo, precisamente, la inversión
del camino de nuestra relación con el mundo completa la vida hasta
convertirla en una posibilidad que se abre a ser algo más amplio que los
límites impuestos por nuestra piel y nuestros sentidos.
En el centro de la antigua Canterbury, en Inglaterra, se encuentra la magnífica puerta de acceso al recinto catedralicio (una inmensa extensión separada de la ciudad con sus ruinas, edificios administrativos, colegio, jardines, viviendas y la propia catedral) y uno no puede evitar apreciar esa entrada en el contexto de la ciudad como detalle que, a su vez, a medida que uno se acerca a ella, proporciona nuevos detalles y redimensiona el recinto al que accedemos.
Ojalá que nuestro continuo ir y venir de lo particular a lo general nos permita seguir conviviendo y dejando espacio a la belleza en su sentido más amplio e inabarcable, siempre por inventar.
En el centro de la antigua Canterbury, en Inglaterra, se encuentra la magnífica puerta de acceso al recinto catedralicio (una inmensa extensión separada de la ciudad con sus ruinas, edificios administrativos, colegio, jardines, viviendas y la propia catedral) y uno no puede evitar apreciar esa entrada en el contexto de la ciudad como detalle que, a su vez, a medida que uno se acerca a ella, proporciona nuevos detalles y redimensiona el recinto al que accedemos.
Ojalá que nuestro continuo ir y venir de lo particular a lo general nos permita seguir conviviendo y dejando espacio a la belleza en su sentido más amplio e inabarcable, siempre por inventar.
Preciosas fotos ....
ResponderEliminarHas viajado mucho que suerte
Una gran fortuna. Muchísimas gracias.
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