Un día de estos se cruza en mi camino lo que después descubro que es un escarabajo aceitero, y mi mente se retrotrae a unos años atrás, cuando en la hoy lejana selva boliviana se cruzó en mi camino un insecto al que no sé dar nombre. Son experiencias intensas que se unen en mí gracias a ese hondo azar que es la vida.
La ligereza de la intensidad me atraviesa. La vida se revela en los intensos colores de esos insectos que se cruzan en mis caminos, aunque el negro sea su real realidad. No hay conocimiento en ese sentir realidades posibles y en ese unir pasos tan diversos entre sí como la cotidianidad y la pasión.
Esos cuerpos bellos y temibles son emblema de lo que no se ve, de lo que se aparece, solo quizá porque los ojos mentales son capaces de inventar una vida posible que termina siendo la única vivida por cada caminante que desea, por cada humano ciego y clarividente que quiere hacer suyo el mundo sin caer en la cuenta de que es él quien pertenece al mundo, a su caminar sin fin hacia el encuentro con lo que no termina porque el inicio solo es un invento más de los producidos por el humano y por su aparentemente infinito caminar en círculo.
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