Uno de los lujos que me ha reservado la vida es conocer algunos restos in situ (y otros lejos de sus lugares de origen) de las culturas americanas que permanecieron aisladas del resto del mundo y, a veces, solo a veces, relacionadas entre sí, durante unos diez mil años.
Es pasmoso tanto reconocer en ellas cuestiones comunes con las del resto de continentes como desarrollos propios que solo se encuentran en aquellos climas y orografías tan diversos como los existentes en el continente ignorado en buena parte del resto del mundo, precisamente durante los diez mil años de su desarrollo, justo hasta que las invasiones europeas terminaran con sus posibilidades.
De ellas aprendí, aunque era una intuición que me habitaba, que cada cultura alcanza alguna de las posibles perfecciones a que se ve abocado el desarrollo humano, y ello sin que la violencia que forma parte, aunque me gustaría que así no fuera, de ese desarrollo no dejara de operar en lo posible humano alcanzado por ellas.
La piedra, el barro, el metal, la madera y la palabra, como en el resto del mundo, dieron forma a, y fueron la forma de, la imaginación simbólica y social que portaron aquellas culturas de las que, en algunas ocasiones, poco sabemos.
Escribiendo este testimonio me sucede que, como en muchas de las culturas preincas y preaztecas (o premexicas), compruebo que no hay una unidad que sirva de guía y unión entre ellas. Solo el imaginario colectivo, y el mío propio, disponen una unidad que ahora llamamos americana y que no es más que un reduccionismo, otro más, de la diversidad de grupos humanos y de sus enfoques vitales, de supervivencia y vivencia, de vida humana histórica y eterna.
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