Hace cien años que se estrenó una película única, Nosferatu, dirigida por F. W. Murnau. Todavía recuerdo la primera vez que la vi, el disfrute estremecido que me produjo. Las sensaciones de entonces continúan vivas y forman parte de mí, como ocurre siempre que poesía y creatividad se unen en ese misterio que constituye el arte.
Misterio, esa es la clave de una película como de la que hoy celebro su existencia. Es una película que trata de un misterio, o del misterio, o de los misterios. Pero su grandeza, su permanencia en la memoria y en la piel interna y externa consiste en que ese tema forma parte o constituye también su forma, su manera de ser narrados los hechos o no hechos que muestra, su íntima existencia.
Hay pocas películas que unan misterio como temática o corazón de su narrar con una forma narrativa que se puede calificar de misteriosa. Por solo citar algunas películas del período mudo añadiré a la propia Nosferatu, Peter Pan (1924) y La pasión de Juana de Arco (1928). Pero esa radicalidad formal y poética se extiende por otros films hasta hoy mismo.
La sombra es una de las grandes aportaciones narrativas de Nosferatu, y junto a ella un sentir la presencia del misterio como los propios personajes de la película sienten la presencia misteriosa de otro ser lejano con el que se relacionan gracias a una llamada que no viaja por el aire ni por la tierra, sino que es unión espiritual, benéfica o maléfica para el mundo humano, sin materia moral para el mundo del espíritu.
Las imágenes de Nosferatu permanecen en la memoria para siempre, son el nido de un fluir mistérico que apela a una realidad existente en cada uno de nosotros, una realidad sin palabra, como la propia película, aunque con un tacto sin piel que revela facetas que son parte misteriosa de nuestra vida.
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