Una de las grandes posibilidades que proporciona haber escuchado mucha y buena música a lo largo de la vida, además de haber vivido momentos inútiles que arrebatan pesares y añaden vida a la vida, es poder decidir qué escuchar en un momento dado para acompañar momentos de plenitud, de carencia, de tristeza, de melancolía, de alegría, de cualquiera de esos momentos que nos asaltan a los humanos y que dan cuerpo a la vida.
De esa forma, una cantata de Bach puede ser buscada para momentos creativos o de organización personal, entre otros. O un cuarteto de Beethoven puede encajar perfectamente en momentos de perplejidad y dar alas para enfrentarse a la imposibilidad de solucionar las contradicciones de la vida. O un madrigal de Monteverdi nos puede enfrentar a esos instantes en que uno no sabe si decantarse por la alegría o la tristeza; su vuelo nos proporciona una cercanía y distancia de nuestros sentimientos que pueden centrar la vida en momentos inquietantes. O una canción de Schubert puede ser la mejor compañía en momentos de soledad, como ocurre con las sinfonías de Brahms o Mahler.
Y, además, existe esa subjetividad tan nuestra que provoca que haya obras y autores que uno considera suyos, que parecen nacer de la propia sensibilidad y acariciarla de una forma única, como si sus melodías, ritmos y armonías solo existieran para uno mismo, para saber lo que es el placer en su mayor amplitud, contando con todos los sentimientos y pensamientos que lo conforman a uno, por muy contradictorios que puedan resultar, como ocurre en mi caso con las obras de todo tipo y condición de Vivaldi o Shostakovich.
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