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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (17)


 

 

DECIMOSEXTA EMOCIÓN


Con la lengua fuera y un jadeo enronquecido voy subiendo el camino que me lleva a los lagos. Me ahogo. Tendré que hacer caso a Luis y caminar de a poquito para poder llegar. Buf, aprecio más a esa vaca apestosa que pasta que a Luis. No me importa que tenga razón, pero su suficiencia respecto a mi persona me pone de los nervios. Todavía no sabe que a mí no me importa quedar o no por encima y él, con sus dulces ojos azules que parecen compasivos no desea otra cosa que demostrar su valía y suficiencia.
 
 
Este recuerdo marca mi vida. Unas vacaciones con amigos en las hermosas montañas que nos separan de, y nos unen a, Europa; una juventud por malgastar, unas ideas en nada ensombrecidas por el peso y el paso de la vida, unas sensaciones siempre nuevas, siempre ligeras, una intensidad irrepetible sin saber que así era.
 
 
Volví al lugar que nos acogió. Volví muchos años después y debía existir justo donde lo busqué, pero la naturaleza había borrado su huella. Creí que no lo había encontrado y la naturaleza, en el recuerdo, me enseñó que sí, que pisé aquella tierra que cubrió nuestra tienda de campaña por unas noches en un momento en que la reglamentación todavía no cubría la posibilidad, no la escondía, posibilidad acompañada de juventud; no se puede pedir nada más vital y de un color indescriptiblemente hermoso. Hasta tuve la oportunidad de enfadarme con mis amigos, a solas, sin que ellos lo supieran porque dormían, y de disfrutar de un amanecer único que era el mío propio, en un bosque y un lago que me pertenecían, que yo había creado al despertar y salir a caminar, sin ellos, sin mis viejos y queridos amigos, dormidos ante la belleza que nunca los despertaría. A mí me dejó despierto para siempre y mis sueños ya nunca fueron iguales, ya nunca me condujeron por el camino del orden, comenzaron a separarme de ellos.
 
 
En la juventud nunca hay vacío, el pedestal de la infancia la mantiene en pie, el lejano cielo de la muerte la ilumina y la fuerza corporal le da consistencia. La forma es el único problema, no es una forma fija, aunque ella se empeñe en serlo, y se vacila con paso seguro y firme, como si el camino que aparenta haber sido elegido corriera entre dos abismos de los que no somos conscientes, o al menos de su peligro, de su vocación de absorbernos en un solo paso nuestro, un paso atrevido que niegue la consistencia de nuestro caminar, el aburrimiento de hacerlo, la rutina de adelantar un pie al otro…
 
 
Así me movía yo en lo que respecta a los deberes del colegio. Me era fácil hacerlos y dedicarme a otra cosa enseguida pero no siempre llegaba a tiempo y eso provocaba “la gran catástrofe”, el remordimiento, que era leve a veces por olvido pero que era duro cuando me atacaba mordiendo y remordiendo el interior de mi vientre. Quien inventó la palabra, la metáfora, sabía de lo que hablaba, sabía lo que representaba.
 
 
Todavía siento en mí, muy domada, avecinarse la “gran catástrofe” a veces, solo que ahora mi falta de inocencia me impide degustarla, sufrirla, como entonces, sé frenarla ahora, aunque no aniquilarla.
 
 
Nunca se vence la costumbre que uno desconoce de dónde procede. ¿De sus propias capacidades? ¿De la intervención de un espíritu que desea habitarnos? ¿De la posibilidad de vivir otra vida que la que naturalmente nos es dada? Nunca sabremos.
 
 

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