Nuestra única verdad, la de cada uno de nosotros, esa que encontramos cuando dirigimos nuestra mirada ciega hacia el interior de nosotros mismos, es que estamos, no somos. Y nuestra alma en construcción se queja de esa verdad aunque no podamos hacer nada por ella, por el alma en crecimiento, salvo, evidentemente, ofrecerle nuestro relato.
El único ser que somos mientras estamos es el relato propio, el que nos contamos a nosotros mismos a medida que olvidamos lo sucedido en cada poro de nuestra piel durante cada momento de lo vivido. Somos en el imaginado relato que, mientras estamos, narra las aventuras vividas por otro con nuestro nombre.
No queremos saber que no podremos poner la palabra fin cuando el relato termine, aunque podamos imaginar una serie de finales que adornan, sin dilucidarlas, las aventuras y desventuras que componen el relato que no podemos narrar a nadie, que solo es escuchado por la voz incierta que nos habita y que parece jugar con nuestra presencia fantasmal, la que los otros nos devuelven en su forma palpable y extraña a nosotros mismos.
Qué momentos aquellos en que atisbamos el relato de alguien con quien caminamos, momentos que superan toda emoción, que componen polípticos que superan cualquier construcción, que nos dan a conocer la materia impalpable que tenemos en común y que se disgrega en el aire como música que, acabada de nacer, se olvida. En esos encuentros, que solo la poesía en sus múltiples formas es capaz de revelar, quizá se pueda desvelar el misterio de nuestra consciencia, la que compartimos unos con otros y la que somos incapaces de comunicar; encuentros llenos de energía, como agujeros negros que atraen y expulsan la esencia del universo finito aunque inabarcable.
Estas palabras solo pretenden ser una celebración de todo aquello a lo que no podemos dar nombre, aunque podamos entrar en ello gracias a la soledad compartida que todos tenemos en común y de la que huimos, enlazadas nuestras manos, como anhelo del abrazo que el deseo nos propone y la muerte arrebata.
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