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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (21)


 

 

 VIGÉSIMA EMOCIÓN


El mundo de la tecnología cuando yo era niño se reducía para mí a tres máquinas emocionantes. Dos de ellas estaban en la tienda de ultramarinos, la tercera en la mercería. Y hay que ver qué palabras tengo que usar: mercería, ultramarinos, tan antiguas y analógicas como eran las tres máquinas que me emocionaban. En la mercería había muchas mujeres, tanto clientas, entre ellas mi madre, como dependientas; y había muchas cosas, sobre todo cosas pequeñas, como botones o cintas de todas clases y colores, pero para mí, superpuesto a todo aquel laberinto de cosas, había un rincón que siempre me parecía oscuro en el que trabajaba la mujer que recosía las medias, y allí estaba la máquina mágica que le permitía hacerlo: un simple cilindro con una bombilla dentro sobre el que ella extendía la media dañada y cosía con pulcritud y detallismo el pequeño accidente. Sí, Raúl, tan sencillo como eso era mi máquina emocionante, pero a mí me parecía un invento que abría una puerta de posibilidades que entonces no podía designar como infinitas, aunque hoy lo haga. En ese aparato luminoso escondido bajo la media había toda una vida, en principio femenina, y un quehacer de lo tecnológico que hoy puedo denominar poético.
 
 
En la tienda de ultramarinos yo entraba junto a mi madre con la esperanza (entonces todavía creía en la esperanza) de que ella u otra señora compraran bacalao, así podría ver hacer funcionar al tendero otra de las máquinas de mis sueños, esta vez un sueño que era tan agradable como desagradable: el cortador que producía un acre ruido cuando el tendero lo hacía funcionar con fuerza y seguridad, cuando aquel cuchillo cuya punta estaba engarzada en la madera partía la bacalada con un ruido de muerte que atraía mis oídos prestos por entonces a llenarse de sensaciones, no por voluntad sino por naturaleza; más tarde he pensado si aquel ruido seco y evocador no sería el padre del placer que mucho después proporcionaría la música a mis oídos y cuyas ondas continúan vivas, aunque ya estén despojadas de la novedad, el auténtico privilegio de los niños que convierte nuestras primeras etapas de vida en el paraíso perdido, siempre por encontrar a lo largo de la posterior existencia.
 
 
Y allí también, además, se encontraba la bomba del aceite. Siempre esperaba que sucediera el milagro, que yo tuviera la suerte de que otra señora (mi madre no compraba el aceite allí) pidiera un litro o, sobre todo, más de uno, para que pudiera ver cómo bombeaba el tendero con una palanca el líquido que se elevaba en oleadas gracias a su magia y que me hacía preguntarme de dónde provenía o si nacía de aquella máquina, como si los olivos no existieran (yo nunca había visto uno entonces), esos árboles que luego me han llenado de paz y he perseguido por los campos del Mediterráneo.
 
 
Por la cortina que separaba la tienda de la trastienda asomaba una garra de felino que intranquilizaba mi emoción ante aquellas máquinas. Una garra que no era amenazante porque yo sabía que pertenecía a alguien que solo podía y sabía vivir encerrado, con el deseo permanente de que hubiera otra vida.

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