VIGÉSIMO CUARTA EMOCIÓN
Si les adelanto no puedo ver las caras de quienes, a la izquierda de nosotros, nos acompañan. Percibo su silueta y con ella, por su tamaño, deduzco si son niños, adultos o ancianos. Noto sus andares vivos o dificultosos, me fijo en sus gestos y en los rostros de quienes van con ellos. Bien sé yo que no tienen otra elección que su compañía.
Yo camino con mi compañero, como el resto de nosotros. Realizo un camino que no tiene destino, un imparable andar que no lleva a ninguna parte que yo haya deseado o elegido, un caminar puro lleno de palabras, las suyas y las mías. No hay ninguna razón o deseo que me impulse a caminar. Es la vida que ahora toca y me gustaría sentir que la elijo, me gustaría saber que me conduce hacia algún horizonte que no sea el de la provisionalidad permanente. Me gusta dirigirme hacia montañas, aunque cruzarlas me resulte incómodo y costoso. Me alegra llegar a la costa y solo poder caminar junto a ella o darle la espalda al mar para nunca desandar lo caminado, seguir una nueva dirección que quizá algún día se convierta en vieja, en repetida, en conocida, en recordada.
Si me detengo, la mirada de mi compañero se clava en mí de una forma insoportable. Es como si me mirara desde dentro, como si mi mirada fuera sustituida por la suya y la tragedia se cerniera sobre lo que contemplo. Dejo de verlo, solo soy su mirada y en ese momento la inexistencia de la muerte se me hace insoportable. Hay que caminar sin cesar para que su compañía y mi existencia sean soportables. Caminando se produce la sensación de que se pudiera alcanzar la felicidad o, al menos, el bienestar, en un horizonte imposible que parece llamarme desde lejanías sin forma. Los montes, las llanuras, las casas o el mar que vislumbro en el horizonte no son destinos ni anhelos, son puntos de sutura del caminar.
Hace ya unos años que todos perdimos la esperanza de encontrarnos a nosotros mismos, de tener un destino al que dirigirnos. Y eso empezó a suceder justo después de que aparecieran nuestros compañeros.
Delante de mí, y de él, se extiende el paisaje que, tras el paso de la pandemia, un tiempo antes de que se materializara la compañía, su compañía, veo color ceniza, aunque el verdor y los colores de las estaciones continúen existiendo. Ahora el paisaje no solo son árboles, llanuras, montañas, ríos o mares; han pasado a formar parte de él las casas y las ciudades deshabitadas con sus colores cenicientos. Esa ceniza de las construcciones, como si el asfalto de las calles y carreteras se hubiera expandido con la paradójica naturalidad de bosques y prados, parece afectar a mi vista y contaminar el resto de colores.
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