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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (26)


 

 

VIGÉSIMO QUINTA EMOCIÓN

 

Todos buscamos comida, lo que ahora se llama comida: cualquier cosa masticable. Plásticos tiernos, cuero fino, envoltorios de cualquier clase, también lo que antes se llamaba de esa forma, cruda o cocinada… Nada parece sentarnos mal o provocar enfermedades. Los supervivientes de la pandemia debemos ser resistentes a cualquier forma de vida o muerte que nos ataque. Estamos siempre sanos, a la altura de nuestra actitud. Una actitud que se podría llamar tristeza o melancolía si fuera juzgada por quienes éramos antes o por los que murieron sin compañía. Nuestro juicio, o el mío puesto que cada día me alejo más de los otros, de sus opiniones, de sus vidas, si es que lo conservamos, está atenuado por esta vida de supervivencia eterna.
 
 
Yo toda la vida me definí como luchador contra la supervivencia, me empeñé en convertir la vida en vivencia, en invento de vida biológica y anímica e, incluso, material. Luché porque nada se considerara dado en mi propia vida, aunque aceptara que yo no fuera otra cosa que contexto, incluso contexto previo a mi existencia y contextualización constante de mi vida o de mí mismo, como esas bocas abiertas de los peces en el mercado que parecen ofrecer la vida reflejada en el brillo muerto de sus ojos.
 
 
Paradoja vital esta de la aceptación y de la lucha que creo haber compartido con otros humanos de formas que no tienen nada de sectario y que han evitado que nos encontremos y formemos entre todos un frente que diera vida a nuestros anhelos frente a los de la mayoría de los supervivientes disfrazados de libres, como gaviotas con plumas de águila, como lirios con dientes, como pináculos subterráneos.
 
 
Nuestra imagen ha quedado congelada en la apariencia que teníamos al inicio de la pandemia. Se sabía que éramos nosotros porque el resto envejecía por momentos hasta morir en semanas o meses, incluso algunos, los menos, duraron unos pocos años, desahuciados tras las arrugas que se les iban marcando día a día en sus tristes rostros, en su fláccida piel, en su musculatura deforme, en sus huesos tiernos.
 
 
Ya no sé los años que tengo, y mucho menos cuando veo el reflejo de mi rostro, incluso aunque sea ya no en los espejos, sino en los ojos de los antiguos amigos que sobrevivieron a la masacre sin causa aparente y que ahora han pasado a formar parte de la masa que suponen los otros, escasa masa humana, andarina, y poco dada a las reuniones y a la unión de los cuerpos.
 
 
Somos “nosotros”, aunque hablemos en español, en chino o en inglés. Solo quedamos “nosotros”, acompañados por la falta de compañía que nos acompaña. Parece un juego de palabras y no lo es, es la expresión de la pesadilla llevadera en la que vivimos, la de la vida que parece eterna y la de la compañía que no acompaña.

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