No he hablado con nadie sobre la compañía que soportamos; observo esta nueva ya vieja realidad y camino sin fin con sensaciones que no son las de antes. La tristeza ahora es recuerdo. La alegría ahora es novedad. El asombro es niebla que no deja ver lo que anhela la curiosidad. El amor es un futuro que nunca llega, como si el deseo fuera una enfermedad, no el motor de la vida y del acercamiento a la muerte, eso que hoy parece un imposible.
Creo que todos nos hacemos grandes preguntas sin dirigírnoslas unos a otros. ¿Quién fue el primero que tuvo compañía? ¿O todos nuestros compañeros aparecieron al mismo tiempo? ¿Hemos sobrevivido a la pandemia solo aquellos destinados a tener compañía? Los demás, los desaparecidos, los muertos, ¿no habían tenido vidas que provocaran lo que ahora nos sucede?... ¿Eran sus vidas más simples o más complicadas que las nuestras? ¿Quizá ellos, los otros, no soportaban una culpa y nosotros sí? ¿Hay causa para aquello que nos sucede, para nuestra supervivencia, o nuestro fluir es un paso evolutivo sin nombre, cuya descendencia, hoy por nacer, será capaz de inventar palabras que nos definan?
La mirada de Alejandra, su última mirada, la que pude disfrutar y sufrir justo antes de que viera por primera vez a mi compañero, parece abrir la posibilidad de algunas respuestas, aunque yo no sepa descifrarlas.
En su mirada había el recuerdo del amor que yo le tuve, la tristeza de la pérdida que se abría en ese momento, la suya y la mía, el deseo de que todo hubiera sido de otra forma o, mejor, que el final de todo no sucediera ni se narrara de aquella forma que se convertía en imposible, que evitaba cualquier desenlace, que nos situaba a los dos en una situación ya para siempre insuperable.
En su mirada inolvidable, brumosa y lúcida, quizá se encontraba lo que hoy ocurre, lo que estoy escribiendo, lo que sucede con mi vida y mi compañero. Me cuesta decir “con” mi compañero porque no hay vida con él, quizá porque no la habría tampoco sin él. La aparente eternidad es un sino que me abruma y me consuela. No sé si algún día alguien o yo mismo podremos describir las sensaciones nuevas, los nuevos sentimientos, que la situación actual nos hace padecer, nos lleva a inventar y nos atenaza. Antes, cuando lo real parecía existir, la tristeza y la melancolía, como la plenitud y la alegría, nos acompañaban o nos evitaban. Al menos así sentíamos la mayoría de humanos. Hoy aquello, que se antoja como un conjunto de facetas de la felicidad, se ha transformado en un transcurrir infinito en el que vivimos sin saber qué hacer con esta vida. Somos como animales a los que se les hubiera dotado de una conciencia parecida a la humana, pero sin el acceso a la palabra. Un imposible que nos convierte en una nueva especie gracias a la cual, según podemos constatar, vive esa otra especie que constituyen nuestras compañías y que quizá termine por eliminarnos o sea capaz de, en simbiosis, devolvernos lo que hoy solo puedo denominar como verdadera vida. ¿No lo es la que tengo? No sé responder. En esta vida (o no vida) hay aún más preguntas sin respuesta que en la anterior, solo que bañadas en una soledad a la que se accede sin acontecimientos, sin que la compañía de los otros, esa que parece haber sido sustituida por los compañeros que caminan junto a nosotros, afecte a la existencia, o a la supervivencia.
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