VIGÉSIMO OCTAVA EMOCIÓN
Cuando comenzó la pandemia y los muertos eran sobre todo ancianos (a quien nadie se quería acercar por mucho que de las bocas salieran expulsadas otras palabras) el miedo se repartía con facilidad y levedad. Cuando cedió la intensidad o la extensión del virus todo parecía que iba a ser mejor, incluso mejor que antes. Las sucesivas oleadas o expansiones de la pandemia pusieron las situaciones en su lugar, incluso para quienes sacaban el mejor partido de la nueva situación que, por transitoria, enriquecería a unos pocos, como siempre ocurre.
La última oleada, tras los tres años de incertidumbre, a la que nadie quiso hacer demasiado caso cuando comenzó, como situación asumida e incluso un poco vieja, nos ha traído hasta aquí. Fue la de las muertes fulminantes que desbordaban hospitales, hogares y cementerios, como si las anteriores no hubieran existido o fueran pequeños y desordenados ensayos de lo que vendría después, la que poco a poco fue acabando con negocios, gobiernos, empresas, organizaciones bondadosas o malvadas, grupos étnicos, confabuladores, negacionistas, optimistas… La que terminó con nuestro cuerpo social, con la ordenación de cualquier tipo, incluso la que consistía en vivir al margen de la ordenación, de lo oficial, fuera explotándolo, despreciándolo o sufriéndolo.
Todo ha terminado y todo permanece porque nosotros, los supervivientes, no sabemos ser de otra forma que la aprendida cuando lo social y lo mortal vivían emparejados, aunque no se reconocieran mutuamente, aunque sus perspectivas pretendieran estar anuladas por la vida que entonces daba la espalda a la muerte. No podíamos imaginar entonces que hoy la muerte podría convertirse en anhelo, en lujo inalcanzable que juega a ser horizonte y mantiene a raya nuestra pasión. Parece que la pasión se haya convertido en caminar, un dar un paso tras otro sin fin y sin saber si la llegada se encuentra detrás de cada uno de nosotros. Al menos es lo que yo veo en las caras con las que me cruzo: una aspiración sin respiro, una querencia hacia lo inalcanzable, un continuar sin final que olvida el origen.
Y me pregunto, sin preguntar a mis congéneres, si ellos sienten y piensan como yo o, como antes ocurría, se dejan llevar por lo que la realidad oficial, esa que hoy no rubrica ni gobierno, ni periodista ni grupo de presión o empresa, describían y publicitaban. Quizá hemos entrado en aquello que yo siempre busqué, en la real realidad, la que se ha mostrado como mucho más dura y menos interesante que lo que yo podía pensar mientras la perseguía, aun creyendo que nunca la alcanzaría.
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