TRIGÉSIMO QUINTA EMOCIÓN
Algunas veces las clases eran pequeñas locuras, y no por la cantidad de niños que contenían (hoy impensable) sino por el conjunto de manías de los profesores a las que asistíamos, que sufríamos y que siempre nos sorprendían a los alumnos, quizá en apariencia impertérritos por la fuerza de la costumbre. Durante años asistimos al desatarse de los humores, en cualquier sentido posible, de profesores tanto laicos como religiosos. Escenas como de animales caídos en furias incomprensibles que correspondían a extraños instintos por descubrir desde nuestro punto de vista, instintos de adultos o malsanas aberraciones personales conjugadas con un ejercicio del poder que aparecía como ataque hacia nosotros.
Aunque también había, a veces, extrañas reacciones, muy
pocas, que no se sumían en la violencia. La violencia parecía ser una
característica unida a la vocación personal y educativa de muchos de
aquellos seres. Una violencia que arropaba la ternura que escondían en
el fondo de sus vidas.
Creo que hoy me ha quedado de la
perplejidad que me producían los ataques de aquellos extraños
convertidos en monstruos por momentos el no aguantar a nadie que solo
sepa o quiera saber y expresar lo que él siente y piensa, excluyendo al
otro, incluso negando su calidad de espectador por falta de la capacidad
de relacionarse. Se me remueven mis interioridades cada vez que estoy
en presencia de uno de esos monstruos desenfocados gracias a sus
instintos desatados en aparente convivencia con sus congéneres.
Monstruos convivientes que no saben convivir con ellos mismos ni con los
otros inflados con la ignorancia de desconocerlo.
Monstruos
cotidianos que se diferencian del resto de nosotros en que su
monstruosidad es permanente, como en una colonia de agresivos insectos
cuyo instinto es matar y morir. El resto solo somos monstruos a ratos o
monstruos según contextos. Intentamos que la monstruosidad no arrincone y
oculte nuestra presencia. Las monstruosidades humanas están en todos y
cada uno de nosotros, solo en algunos su permanencia y especialización
hiere la vida, su vida, nuestra vida.
¡Cuánto me duele y me alimenta que nuestra vida sea lacerada por el ejercer de la vida de otros congéneres!
Tú
no sabes lo que es depender de la mirada y la palabra de otro (depender
de su tacto es otra historia de la que te hablaré en otro momento) para
que suceda lo mejor y lo peor de los hechos de la vida, para que se
abra a su sentido, si es posible, y para que todo deje de tener sentido,
si es que la pasión lo requiere. O quizá sabes mucho más que lo que tu
falta de presencia sugiere.
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