CUADRAGÉSIMO OCTAVA EMOCIÓN
Si de algo puedo alegrarme hoy, en estas extrañas circunstancias, en este encuentro contigo que no lo es, Raúl, en esta transformación del mundo, de nuestro mundo, de lo humano; si encuentro algo que me alegra ahora, es que ese mundo, el nuestro, ya no esté definido por lo anecdótico.
Las anécdotas antes de la pandemia habían llegado a ser la gran pandemia del pensamiento y la creatividad.
Casi no había novela, poema, película o noticia que no consistiera únicamente en ser una anécdota más o en desgranar un conjunto de anécdotas, a veces con la pretensión de ser otra cosa, algo “profundo” o “trascendente”, como ocurría antes de que el mundo se hubiera convertido en único, se hubiera aplanado en la formación o la aquiescencia de un único punto de vista y una única forma de vida, sumergida en un océano de anécdotas.
¿Eran anecdóticos en sus obras Borges, John Ford, Canetti o Picasso, por citar solo unos escasos ejemplos de grandes creadores?
Me y te voy a contestar con un texto que escribí antes de que el mundo fuera este otro que habitamos sin querencia.
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Este siglo XXI lleva un tiempo haciendo de las suyas, nos permite ya hablar de sus características (las nuestras), sus ofrecimientos, sus requerimientos y sus limitaciones. Para mí ya supone toda una etapa vital intensa y cargada de pasión, como siento que soy yo mismo.
Y una de las grandes maravillas que me ha aportado es gran literatura. En mi caso es normal que me aporte literatura porque es algo que llevo buscando toda mi vida, pero se podría dar, aunque hasta ahora no ha ocurrido en ningún momento, que no apareciese una literatura que yo pueda considerar, solo gracias a mi experiencia como lector, como grande, como unas letras que van más allá de mis gustos particulares y que sé que perdurarán acompañando a futuros lectores, indagando en sus preguntas y planteando la vitalidad permanente de lo poético.
Tres al menos son los autores vivos de obras de esas características descubiertos por mí, más o menos casualmente, en lo que va de siglo. Autores cuyas obras llevan al lector (a mí) de unas a otras como una necesidad, como alimento de lo que se puede considerar posible y apertura hacia lo que se podría pensar como imposible.
John Maxwell Coetzee, Mircea Cartarescu y Roberto Calasso representan con sus obras mundos enteros muy diferentes entre sí, pero unidos en un quehacer narrativo y poético que da a luz, sin olvidar lo que heredaron, nuevos enfoques y realizaciones literarias alternativas a cualquiera de las ya conocidas hasta ellos. Pero sus novedades no son la simple y pura revolución de lo existente; representan la creatividad que no decae nunca inmersa en su momento, el nuestro. Con sus obras generan mundos subjetivos que se objetivan en el rigor y la magia de lo poético.
En sus obras, tan diferenciadas entre sí como planteaba más arriba, podemos soñar, sufrir, amar, sentir el empuje de la vida pasada, presente y futura, calibrar cómo hemos llegado hasta aquí, en nuestra propia y pequeña historia personal y en la gran o mínima historia del mundo. Hay tantos lugares y tiempos en sus obras que son inabarcables. Hay en ellas tantos personajes y sucesos en los que reconocerse que dejan un poso en quien las disfruta alejado completamente del olvido.
Sus obras, precisamente, son el reverso del olvido, de cualquier olvido concreto y del olvido en sí mismo. Y esa es una virtualidad de lo literario, de lo que se puede considerar gran literatura, que la hace distinta a cualquier otra experiencia estética y vital. Que convierte el recorrido visual por unas letras oscuras sobre un fondo claro en lo único que puede que contenga eternidad de entre las experiencias posibles de un humano en su recorrido vital: poesía.

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