QUINCUAGÉSIMO SEGUNDA EMOCIÓN
Hay preguntas que me he negado a hacerme desde que soy el que ahora soy o desde que el mundo se ha transformado en lo que ahora es; preguntas que rechazo categóricamente aunque aparezcan en mi mente, y una de ellas es por qué escribo, por qué doy cuenta de lo que me ocurre, de lo que creo que nos ocurre y de lo que supongo le ocurre al mundo.
Escribo como camino, sin fin y sin principio, hay algo en mí y en las circunstancias actuales del mundo que parecen obligarme a hacerlo, como si aún existiera la llamada del destino, negada en el ayer, pero muy presente en aquel transcurrir lleno de sentido hacia el sinsentido que era lo que fue y ha dejado de ser.
Todavía hay anuncios por las calles y las carreteras, aunque estén un tanto desvencijados aún se reconocen las sonrisas y los mundos que ofrecían para que un producto fuera rentable, fuera incluso universalmente sentido como necesitado y, por tanto, ineludible aunque ocultamente efímero. Todavía la publicidad parece viva en este mundo muerto sin muerte, en este estar que ha olvidado ser, algo que quizá nunca haya sido posible, aunque lo fuera en nuestra mente anhelante.
Como la publicidad era muerte cargada de brillo hoy sí que podemos disfrutarla en plenitud, se ha convertido en lo que no quería ser y era: puro emblema, pura creatividad bastarda. Ya no hay referencia alguna tras ella, ni estructura social que la sostenga o a la que ataque, ni producto que condense su ofrecerse continuo.
La publicidad continúa representando el deseo como abolición del anhelo, aunque hoy el anhelo quizá haya desaparecido con la muerte, y el deseo esté acolchado de una forma que recuerda antiguos caminos vitales, algunos llamados espirituales, todos aquellos caminos alternativos a una vida inconsciente que hoy han perdido su poder ser, como viejos anuncios desgarrados por las inclemencias del transcurrir.
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