SEXAGÉSIMA EMOCIÓN
Las
apariencias de tiempo y espacio parecen, como corresponde a la propia
definición de apariencia, que hayan sido nuestras coordenadas. Escribo
apariencias porque las últimas hipótesis de la física parecían a su vez
desmentir que esas fueran nuestras coordenadas reales (y seguiremos
pendientes de definir lo que pudiera ser la realidad, sobre todo tras
los últimos acontecimientos). Pero la apariencia del mundo, de nuestra
forma de vivir en él, de sentirlo y pensarlo, era nuestra casa y es
razonablemente dudoso
que podamos superar lo que quizá era una de nuestras principales
limitaciones, las que daban forma a nuestra vida y nos hacían intervenir
en el mundo, o lo que hoy es soportarlo.
El
espacio en que vivimos nos supera si miramos hacia el cielo o soñamos
con el macizo que nos sostiene. Quisiéramos aquilatarlo, quisiéramos que
tuviera unas medidas asumibles por nuestras capacidades, esas que
deseamos infinitas y sabemos torpes. Jugamos a dominar el espacio, a
admirarlo, a reducirlo y agrandarlo, todo para que no sea lo que es,
inabarcable e indefinible. La concreción de ese sueño y el homenaje a
nuestra limitada capacidad vital e inventiva se denomina arquitectura.
Hace
decenas de miles de años convertimos en espacio propio, gracias a unos
colores ordenados en paredes rocosas, los espacios naturales que eran
las cuevas. Las artes de la apariencia, la pintura y la escultura,
nacieron antes que el arte de la acotación del espacio, la arquitectura.
Quizá quiera esto informarnos de que, dejando aparte la indemostrada
pero posible invención de la primera de las artes en el tiempo, la
música o su práctica, la danza, lo que hemos considerado artes plásticas
desde antiguo han sido coronadas con la invención del arte que nos
acoge por dentro y por fuera, individualmente, en grupo y en conjunto,
la arquitectura.
Tras
salir de las cuevas, la cabaña comenzó a proteger la seguridad e
intimidad del grupo cuando el individuo aún no existía. ¿Era aquello
arquitectura o pura técnica defensiva? No hay respuesta a una pregunta
que está hecha desde nuestro actual saber y entender, que ya no es el de
nuestros ancestros con su sabiduría simbólica y su enfoque de una
supervivencia que no había inventado aún el yo. Y esa forma simbólica de
apreciar y comprender el mundo junto a la aspiración de acotarlo y
hacerlo nuestro llevó a la creación de la que es seguro se puede llamar
arquitectura: los espacios comunales acotados por muros y huecos que
servían para que, con referencia a los dioses o a las necesidades
humanas, se unieran en torno a ellos o en su interior los abuelos de
quienes llegamos a ser ciudadanos. Templos, plazas, ágoras, foros,
edificios para espectáculos y un sinfín de etcéteras nos acogen y
reglamentan la anarquía de vivir unidos desde hace milenios.
Hoy
la desunión, el azar de la vida sin fin y el horizonte injustificado
hacen que definir un espacio sea una tarea que incluso podría llegar a
ser innoble.
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