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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (59)


 

 

QUINCUAGÉSIMO OCTAVA EMOCIÓN


Todo (me) era posible. Y todo (me) fue posible. La juventud consistió en ello, en esa creencia en lo posible y en la constatación de que lo que no llegaba no dejaba de ser posible. Ese todo que fue posible consistió en lo que deseé y en lo que el deseo transformó en realidad, con un incumplimiento que no sentí de esa forma, pero que ha llegado a ser hoy la realidad de la vida actual, la mía y la del mundo.
Deseé lo que muchos otros desearon y no supe ver que coincidía con ellos, ni me importó ni supe apreciarlo.
 
 
La impresionante parquedad geográfica en la que se movieron, o se detuvieron, mi infancia y juventud, sería una de las bases de mi anhelo, como si fuera una de esas cajas que se esconden en los cimientos de algunas casas cuando se van a construir y que contienen recuerdos personales o testimonios del momento en que se entierran.
 
 
Aprendí pronto que la vida es nuestra única garantía y que la muerte es nuestra única certeza.
Y quizá todo ello tenga que ver con mi permanente búsqueda de la belleza a mi alrededor, incluso de la belleza como posible realización en mí, en los restos de lo que fue, en lo posible que podría ser, en lo presente, nunca poseído.
 
 
Hoy, en este hoy que parece eterno, que aparenta haber cumplido el presente como gran y única experiencia vital, con un pasado que precisamente hoy es irreproducible y un futuro que no lo es, repaso aquello que fui, aquellas circunstancias que creo me llevaron a estar donde estoy. Hace tiempo hubiera dicho “ser”, hoy el estar se ha realizado sustituyendo a la duda que siempre me produjo ese “ser” que intuía falsamente trascendente.

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