EPÍLOGO I
Creo que todo buen novelista, que todo gran cuentista o narrador no se muestra a sí mismo en lo que describe o trama con sus palabras, por mucho que haya tanto de él mismo en el sucederse de sus palabras narrando historias inventadas, siempre posibles por mucha apariencia de imposibilidad que muestren, como pueda haberlo en una autobiografía.
En ese esconderse mostrando, en ese desvelar ocultando, se encuentra el genio del narrador, que se transforma con la falta de presencia de un yo que escribe en la comunicación estética con el lector.
Nuestro encuentro , el imposible posible encuentro entre un no padre y un no hijo ha sido fructífero y terriblemente triste, pero el hecho de habernos encontrado, aun con violencia, el hecho de convertirnos en nuestra compañía mutua es algo que no podemos más que agradecer.
Nos hemos hablado al fin y nos hemos encontrado en un mundo que, aunque no tenga visos de terminar, es el mundo del fin, el mundo en el que todo ya ha sido narrado y que por tanto no posee ningún futuro a pesar del sucederse de aquello que llamamos tiempo y que permite hablarnos, contarnos, ser juntos aunque no lo deseemos. Recrear un deseoseos, que se han transformado en imposibles con la desaparición aparente de la muerte.
Nuestro desacuerdo radical es el punto de encuentro entre generaciones y personas que incita a que la vida no termine, a que la muerte sea el incumplimiento del deseo.
Terminamos sin acabar, como todo amor que está vivo, como toda relación cuyo futuro es no llegar, como todo caminar sin objetivo, como cualquier invención de la que se desconocen sus consecuencias y de la que se intuyen sus posibilidades de continuación y extensión tanto de la bondad como de la maldad.
Tú y yo, yo y tú, formaremos un par que, por siempre, será unidad indisoluble y temerosa de un fin que sabe inexistente.
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