La educación es una de
las bases principales sobre las que se asienta y construye una sociedad en
funcionamiento, una sociedad en la que pueda participar cada individuo, en la
que cada miembro de la misma pueda valer para que la sociedad funcione y la
propia sociedad pueda ofrecer a cada individuo la mejor manera de crecer y
decrecer mientras va camino de la muerte.
Este planteamiento
aparece perfectamente desarrollado hace dos mil quinientos años en varios
diálogos de Platón, ese padre putativo del pensamiento que todavía influye en
las formas invisibles que adopta aún hoy lo que contiene nuestro cerebro.
Hoy andamos en el mundo
dándole muchas vueltas a la educación, y con razón dada su importancia en la
existencia de cada quien y de los complejos grupos organizativos en los que
vivimos. Intentamos aquilatar al máximo el control de lo que niños y
adolescentes reciben en la escuela y por parte de sus familias con el fin de
que puedan acercarse a eso que se ha venido en llamar la felicidad individual
sin dejar de ser parte integrante de una sociedad que es capaz de seguir
funcionando e, incluso, mejorando.
Pero ni Platón ni todos
los que hemos vivido tras él hemos querido o sido capaces de aceptar que no
controlamos la perplejidad humana ni podemos hacer nada respecto a las
continuas paradojas en las que se mueve cada individuo y cada sociedad.
Poseemos la misma fuerza paradójica que rige desde siempre (desde antes de que
existieran las tecnologías humanas de navegación más avanzadas) el hecho
incomprensible de que animales tan inteligentes y comunicativos como las
ballenas puedan dirigir sus aletas hacia unas costas de poca profundidad en las
que encallarán sin remedio perdiendo la vida incomprensiblemente en seres que
son capaces de recorrer miles de kilómetros, sin depender del azar, con el fin
de nutrirse o aparearse.
Me voy a permitir
contar dos pequeñas anécdotas personales porque creo muestran, sin yo buscarlo,
cómo el desconocimiento, la no revelación de algo concreto a un niño y a un
joven puede ser la puerta de un nuevo aprendizaje, de un acercarse a un posible
conocimiento sin que las reglas sociales en las que se encuadra influyan
directamente en el resultado de todo ello.
Cuando este aparente yo
que soy, uno más de tantos que andan por el mundo, tenía ocho años, sus padres
le regalaron un libro que le encantó. Un libro lleno de fotografías del Africa
salvaje y más típica con sus jirafas, leones, rinocerontes, antílopes, monos, elefantes
y acacias, entre otras maravillas, en perfecta libertad. Era la historia de un
niño que vivía con sus padres, investigadores biológicos, en ese contexto. Una
historia real que le pareció fascinante a aquel otro niño y que le condujo a
ponerse a leerlo en la primera ocasión que tuvo. Y qué sorpresa más
desagradable le ocurrió al futuro y aparente yo que soy. Cuando el niño que fui
se puso a leer aquella historia que pensaba iba a ser de lo más seductora se
dio cuenta que no entendía casi nada, era incapaz de seguir el hilo del relato
que el propio niño inglés exportado a Africa hacía de sus andanzas en aquel
lugar idílico para el lector. Pero, qué curioso, el niño lector aceptó sin
ningún problema su frustración y pensó que cuando creciera un poco podría
comprender perfectamente lo que allí se contaba porque era evidente que aquello
no era un libro para adultos y, por tanto, no había que descartarlo. Alrededor
de dos años después, volvió a comenzar a leer aquel libro que estaba en su
estantería y en el que ojeaba de vez en cuando sus fotografías, y pudo
comprobar con alegría que no solo entendía todo, sino que además era una
historia muy entretenida que lo dejó enganchado hasta que la terminó. Su
sencilla estrategia temporal había dado el resultado esperado y lo había
llenado de alegría y placer.
El niño del libro
incomprensible que comprendió y disfrutó con el tiempo siguió creciendo. Cuando
tenía quince años estaba en el último curso del colegio y con hartas ganas de
volar lejos de él mientras se adaptaba a las materias que le tocaba estudiar.
Una era por entonces la filosofía, contenida en un libro severo e impartida
nada menos que por el director del colegio, un hombre afable que el chico
suponía que sabría mucho para poder impartir una materia tan misteriosa como
aquella. El primer día del curso en que tocaba filosofía, tras una pequeña
introducción animosa por parte del profesor, se fue leyendo el principio de la
lección entre varios alumnos, un fragmento cada uno. Se leyó, como introducción
a qué es la filosofía, un pequeño párrafo de una obra de Kant que dejó a todos
más que fríos, y las escasas palabras supuestamente aclaratorias del profesor
no consiguieron deshelar el frío reinante en el ambiente del aula. Cuando
estuvo en su casa el casi joven de entonces volvió a leer el dichoso párrafo y
entonces sí que supo lo que era el hielo de la incomprensión. Aquel pequeño
cúmulo de palabras, por supuesto traducidas al castellano, eran para él como
haber deletreado el original alemán, es decir, no entendía nada de nada, si
acaso llegaba a comprender el orden gramatical de las propias palabras pero no
podía desentrañar ni siquiera a lo que se referían aunque estaban allí copiadas
en el contexto de la explicación de lo que era o podía ser la filosofía. El adolescente
aquel no se angustió por ello, pero quedó en la recámara de su mente algo que
parecía tener que ver con su decisión infantil de dejar para más adelante el
libro sobre las experiencias del niño inglés en el Africa salvaje, aunque en
aquel momento no se le vino a la cabeza aquel recuerdo.
Andando los años, con
paciencia, interés y un punto de pasión, pudo comprender en parte las palabras
cerradas del gran filósofo ilustrado; supo entonces que tanto la experiencia
con el encantador libro infantil como la que tuvo con su propia ignorancia y
con la que comprendió que era ignorancia también de aquel profesor respetado
sin causa objetiva alguna, eran extrañas piedras de formas caprichosas del
camino del conocimiento, piedras que habían servido de relleno de las piedras
bien pulidas y ajustadas que conforman su pavimento principal, pero necesarias
para ajustar algunos pequeños huecos que las grandes piedras cuadrangulares son
incapaces de rellenar.
Creo que he contado dos
pequeñas experiencias personales que no se pueden considerar tropiezos sino
pequeños desvíos que sirvieron para el ajuste del conocimiento acerca de lo que
se puede conocer y desconocer, de lo posible y de lo que se puede digerir según
la mente se va conformando. Creo que me he acercado a eso que las máquinas, por
muy potentes y sofisticadas que lleguen a ser, nunca podrán alcanzar. Creo que
he contado cómo el desconocimiento posibilita el conocimiento y corrige su
rigidez, abre puertas a la creatividad personal y permite que, errando y vagabundeando
entre el orden de los pensamientos que heredamos, podamos seguir siendo quienes
somos, no importa si repetidos, y no dependamos del control absoluto de la
organización social y de todo aquello que nos encamina bien pero nos limita sin
aprovechar las propias y creativas limitaciones disponibles para cada uno de
nosotros, esos fragmentos del ADN social que son capaces de engancharse y
desengancharse para alcanzar un desarrollo vital que nadie sabe si es deseable
pero que cada uno de nosotros desea a su particular manera y forma, la que cree
suya, la que inventa aún repitiendo tantas otras del pasado.
Un excelente artículo...que sabe hilar fino....
ResponderEliminarSaludos
Todo tiene su momento, su lugar, todo lleva su tiempo ....
ResponderEliminarSupongo que la consonancia de diversos factores hacen que el conocimiento sea efectivo ... Y la ausencia de ellos lo dejan a la espera.como un puzle ante el cual te situas y tienes todas las piezas, cientos de ellas, pero falta un pequeño "gran" paso más... Algo tan sutil como ampliar las miras... La perspectiva y enlazar pensamientos, recuerdos o hasta anécdotas para conformar ese gran mosaico "final" que en en verdad .... En verdad nunca se llega a completar ...
Un salud✴
Sí, Mark, hay que hilar fino para intentar aprender.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Es exactamente como dices, Athenea, un puzle incompleto que siempre parece que está a punto de ser completado pero que crece mágicamente sin poderlo controlar.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Somos curiosos por naturaleza, de niños nos es divertido experimentar, e indagar el porqué de las cosas, pero a medida que vamos creciendo nos dejamos convertir en una grabadora. Nos enseñan a repetir y aceptar verdades inconmovibles así no las entendamos o no se dejen entender, no nos alientan a preguntarnos seriamente por ejemplo: Por qué razón no surgen nuevos pensadores con un lenguaje que simplifique sus elucubraciones para que sean comprensibles a todo aquel que se acerca al *saber* aunque no sea ni vaya a ser su especialidad. Un lenguaje que no aleje a la gente de su lectura, tantos que queremos ampliar conocimientos por cultura general pero no tenemos la preparación del iniciado para descifrar tan exclusivos textos.
ResponderEliminarLa semejanza, entre las ballenas y los humanos en protagonizar tan dramáticos como incomprensibles sucesos que acaban pagando con sus vidas, es aleccionadora, porque mientras las primeras - que actúan por instinto- dejan abierta al análisis la posibilidad de que lo hacen como una solución extrema, pero en su beneficio, los segundos -que se supone actúan por raciocinio- más bien dejan abierta la posibilidad de que lo hacen por un compulsivo impulso de autodestrucción, más fuerte que su razón y sentimientos, como si sus vidas las jugasen en una ruleta de la suerte.
Muy ilustrativas las anécdotas que nos relatas, una verdadera estrategia para no morir en el intento.
Tras... lo que me produce perplejidad, es la presencia del apacible burro ilustrando este mensaje de perseverancia contra la ignorancia.
Saludos, Tras.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPensador, sí que hay pensadores que acercan grandes ideas a todo el que tenga afán de conocimiento, pero en nuestra compleja sociedad hay que buscarlos entre una maraña de informaciones que casi anulan nuestras posibilidades de filtrar lo interesante de entre todo lo que se nos propone y que solo es puro negocio.
ResponderEliminarMe alegra mucho que te hayan resultado ilustrativas las anécdotas que relato y que ellas puedan contribuir a que nuestro incomprensible afán destructivo tenga alguna alternativa.
Me crucé con ese pequeño burro en Rodas el año pasado, había nacido hacía pocos meses. le quedaba todo por aprender y me sirve de arranque a lo que propongo antes de cerrarlo con ese libro manuscrito griego, que también pude contemplar en aquel viaje y que representa la sabiduría.
Gracias y saludos.
Me ha encantado tu historia, tus dos tramos de tu vida....Siempre hay que seguir aprendiendo cosas. No hay nada mejor que la buena lectura para enriquecernos. Feliz fin de semana
ResponderEliminarCada cosa a su tiempo, hermano. Te ha faltado darnos el título de aquel libro infantil que era la historia de un niño que vivía con sus padres en África.
ResponderEliminarOye, una curiosidad, ¿y la foto del 'borrico' es alusiva a algo o a alguien?.
Un abrazo, 'tras....'.
Agueda, me alegra que me hayas acompañado en estos recuerdos que enriqquecieron y enriquecen mi vida, y que comparto porque hay algo en ellos que es común a todos.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Blas, no he podido dar el título porque hace tantos años de aquella lectura que no lo recuerdo con exactitud, pero ya ves que lo que aquello significó para mí sigue vivo.
ResponderEliminarCon ese pequeño burro me crucé el año pasado en Rodas y lo he traído aquí por inocente y porque le quedaba todo por aprender.
Gracias y saludos.
Lo que pasa es que el "burro" en nuestra incultura tiene connotaciones muy negativas, como si este animal fuera incapaz de aprender. Yo no se si se habra estudiado el comportamiento de los burros y su capacidad de mejorar su instinto...Yo solo he conocido uno, Nicolas, y tengo que decir en su defensa que era un "sabio" que sabia muy bien como manipular a los que pretendian esclavizarlo. Jajaja!
ResponderEliminarTus anecdotas...esclarecedoras. Pero no todos los "ignorantes temporales" tienen los mismos recursos, reaccionan de la misma manera ante la dificultad.
Muchos, segun mi experiencia, no logran sobreponerse y terminan asqueados.Ahi tambien es necesaria la ayuda del "maestro"!
Saludos
Sí, Igoa, nuestra ignorancia nos lleva a no saber nada de la sabidurúa de los burros.
ResponderEliminarEl maestro es el referente que todos necesitamos para hacerle caso o para no hacérselo y, de esa forma, encontrar nuestro propio camino mientras nos reconocemos como eternos "ignorantes temporales".
Gracias y saludos.