TRIGÉSIMO PRIMERA EMOCIÓN
No me importa parecerme a ti, incluso me proporciona cierto placer, pero sí me importa, o me molesta, contar las cosas, mis cosas, como tú, porque no se corresponde con mi no vida, la que tuve y la que tengo a pesar de ti. Te acordarás de mi adolescencia y de nuestros enfrentamientos… Pero eso llegará más tarde.
Cuando comencé a ser consciente, con siete u ocho años, de la forma del pequeño mundo de mi colegio, con sus normas suaves, con los compañeros, tan agresivos como tan dulces, su cotidianidad infinita y la compleja cuadrícula de lo que iba aprendiendo, fue el momento en que me di cuenta de tu existencia como hombre. Ya te conocía como padre, claro, pero empecé a vivirte como lo que eras, eres, un hombre con unas circunstancias y unas características concretas que yo no juzgaba, por supuesto, que incluso me gustaban y con las que me identificaba. ¿Recuerdas nuestros juegos? Esos que inventabas para mí: pequeñas fiestas en las que el mundo tal y como era desaparecía, sustituido por personajes y adornos en los que vivíamos tú y yo sin que ni el tiempo ni el espacio lo afectara.
Ser padre era para mí ser una figura adorable y temida, ser hombre era una presencia llena de matices, que continuaba siendo adorable y temida, pero que, además, tenía una forma soñada y real, como las nubes en el cielo que se parecían a elefantes, o a estrellas, o incluso al abuelo. Tus brazos empezaron a darme sombra y calor, como potentes cañones de luz y hielo, tus ojos comenzaron a llevarme a la tristeza y a la alegría al mismo tiempo, juntas e inseparables, como si la melancolía fuera un estado de perfección y asombro al que aspirar en cada momento. Tus piernas empezaron a ser el ejemplo de la acción, lo imparable cuando se activaban, cuando parecían conducir al mundo hacia su realización y su final, como si aparecieran en uno de los cuentos que inventabas para mí. Yo no sabía entonces que los inventabas tú, era lo natural que me contaras aquellas historias que formaban parte del mundo, que eran el mundo en el que yo cada vez más estaba incluido como alguien que emanaba de ti sin ser su copia.
Tu voz en los cuentos constituye todavía hoy una felicidad que siempre echaré de menos, que me condujo a conocer lo que nunca alcanzaría y lo que siempre sería posible. Hay algo en tu negación de mí que abre, como los cuentos, el camino de lo posible. Me gustaría no reconocerlo ante ti, pero mi estado, mi no estado, me permite la libertad absoluta, la no dependencia, la no esperanza y el no reconocimiento de ti ni de los límites entre tú y yo mismo.
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