TRIGÉSIMA EMOCIÓN
El asesinato ya no existe, los que no envejecemos no lo necesitamos ni deseamos. Creo que ni la guerra extiende su sombra ya en ninguna parte del mundo, aunque no sé nada de lo que sucede más allá del mar o del límite de cada continente, ni si quiera de lo que sucede más allá de las montañas que estoy viendo ahora mismo, allá lejos, como si cerraran el final de la carretera que recorro. También, y junto a todo ello, la curiosidad ha perdido su empuje. Puede que en otros lugares, aunque lo dude, no sea lo que ha quedado de la vida como lo que yo conozco aquí, aunque no me ocupa ni preocupa en exceso saberlo. Quizá descubra en algún momento que todo es diferente en otros lugares, aunque mi intuición y lo que deduzco de las últimas noticias que conocí, me llevan a intuir que la vida que queda en el mundo es la vida que llevo y que observo a mi alrededor.
Nadie juzga porque los tribunales, como las gasolineras o los crematorios, han perdido sus empleados, sus especialistas, sus obreros, sus jefes. La pandemia aparentó no entender de clases o capas sociales, ni de riqueza y pobreza. En su primer año aún parecía que su letalidad tuviera alguna relación con las formas de vida y con las posibilidades, económicas o de cualquier otra clase, que cada uno de los humanos de entonces teníamos. Después, cuando ni tratamientos ni vacunas produjeron efecto, cuando dedicarse a enterrar o quemar muertos comenzó a convertirse en el mejor trabajo para quienes iban perdiendo sus ocupaciones laborales, empezó a pensarse, con miedo y asombro, que aquella enfermedad que parecía tener un nombre en clave, como si hubiera sido producida por un malvado de cómic o una asociación en la sombra dispuesta a acabar con buena parte de la población mundial, no hacía distingos, no distinguía entre edades ni sexos ni condiciones sociales, geográficas o económicas.
Y aún más tarde, cuando comenzó a disolverse todo, cuando los supervivientes empezamos a huir de las ciudades, a buscar tierras vírgenes de construcciones, donde nadie viviera para no tropezarnos con los muertos, las montañas de cadáveres, las casas inundadas de aromas putrefactos… En ese tiempo comenzamos a saber que lo informado, lo pensado, lo sentido hasta que llegó la pandemia y hasta que dejamos de comprender lo que sucedía tras su avance imparable, ya no existía, ya no era nuestro, ya no…, ya no…
Lo más misterioso es lo que les ocurre a los animales. Ni el más pequeño mosquito ni el más furibundo lobo nos atacan. Incluso es posible que ni siquiera nos vean porque pasan tan cerca de nosotros como nunca había ocurrido. Podemos ver los ataques de los depredadores a otros animales, las moscas que, como siempre, cubren los cadáveres, las orugas comiendo sin cesar, los gatos convertidos en alimañas.
Y estamos capacitados para seguir matándolos. Incluso en una ocasión pude ver con mis propios ojos como uno de nosotros se abalanzaba sobre un zorro (quizá por deporte o entretenimiento) y lo estrangulaba mientras el pobre animal se defendía a dentelladas como si lo hiciera del aire, como si su atacante no fuera corpóreo.
Pero nosotros tenemos cuerpo, no como nuestros acompañantes. Lo sé porque podemos tocarnos unos a otros, aunque ahora sea sin ningún interés, solo un roce casual en nuestro caminar.
Creo que hemos dejado de emitir ningún olor, aunque no sé si son así nuestros cuerpos, como parece que las actitudes del resto de animales corrobora, o es que hemos perdido el olfato en nuestras transformaciones hacia este nosotros incomprensible y terriblemente llevadero.
Ya he contado la curiosa no relación que mantenemos entre nosotros, aunque nuestras miradas sean directas y desafiantes, con el brillo de “no te acerques” y el entrecejo de “te desprecio” y “te temo”.
Quizá voy encontrado la clave de la versión actual del deseo; un no cumplimiento que casi es fascinación, un sentir el anhelo del acercamiento sin llegar a realizarlo, como temiendo que el cumplimiento del deseo fuera una caída en la muerte, un perder el impulso que el anhelo proporciona, un borrar el horizonte y, con esa pérdida, la caída en una falta de vitalidad que ahogara la misma posibilidad de seguir viviendo, aunque ahora la muerte en apariencia inexistente haya perdido su capacidad de impulsar la vida.
Me cruzo con mujeres y hombres, casi siempre acompañados, que me resultan atractivos y mi mirada se desliza por sus cuerpos, como golpeada por el martillo del deseo mientras eso que ahora soy no desea otra cosa que continuar caminando, que hablar con mi compañía, que no detenerme en ellos, como si hacerlo supusiera un esfuerzo innecesario. El olvido abrasa el deseo en esos momentos, el vacío mental que siento y que más parece recuerdo que presente deja una huella en mí que parece hecha para acoger la mirada que también a veces se produce sobre mí de uno de mis coetáneos, esos con los que no identificarse es el mejor reconocimiento hacia ellos que puedo dedicarles. Deseo en el aire que no podemos atrapar, que es una lluvia inútil, que no humedece aire ni tierra ni cuerpos, como si estuviera congelada y detenida al caer, sujeta por un aire lechoso que permite atravesar la dura lluvia sin que nos hiera, sin sabor, ni color, ni aroma, como el agua, pero amenazando con un sabor agrio, con un aroma putrefacto y un color ácido que se desearía olvidar si apareciese.
Imagino que mi mirada tendrá ese brillo frío que percibo en sus ojos, ese entrecejo desconfiado que se constriñe con premura cuando se cruzan nuestros encuentros, que parpadearé como ellos, sin acogida, como si nuestros ojos no tuvieran pestañas o las pupilas se hubieran dilatado en una noche oscura para poder percibir lo que no desean ver.
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