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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (33)



 

                                            TRIGÉSIMO SEGUNDA EMOCIÓN 


 
Un libro, un niño. El regalo de una persona, una mujer, que me quería de una forma que quizá, de alguna manera que ni yo mismo comprendo, he conseguido agradecerle sin poderle explicar el bien que me hizo a lo largo de mi infancia. Con ella supe, aunque no supe que lo sabía hasta mucho tiempo después, lo que era el cariño desinteresado, natural y sin exigencias.
 
 
Un niño, un libro.
 
 
Cumplía yo siete años de vida y apareció aquel libro. El libro de las maravillas. Todavía hoy continúo realizando en mi vida las maravillas y el anhelo que aquel libro sembró en mí. Es posible, incluso, que una parte de mi curiosidad “connatural” naciera leyendo aquellas páginas y viendo aquellas fotografías. Maravillas de este mundo (yo aún creía que había más mundos, mundos otros en los que dejé de creer después para volver a hacerlo, de otra manera, mucho después). Maravillas humanas y naturales, antiguas y modernas, que parecían cubrir el mundo de hitos que lo hacían tan extraordinario como único, como si fuera más sol que tierra, como si la luna fuera una hija envidiosa de su madre, como si las nubes fueran el asombro del cielo ante la superficie sobre la que se formaban y se deshacían. No tenía palabras entonces para describir todas las emociones que me iba deparando leer y ver el contenido de aquellas páginas satinadas. Tenía sensaciones y quizá el inicio de la concreción del anhelo en mi vida. El mundo estaba ahí, rodeándome con sus maravillas y yo me introduje en el deseo de conocerlo, aunque consciente de alguna forma de que sería casi imposible, al menos en los lugares más alejados de mi hogar, de mi ciudad, de mi vida, de mis posibilidades.
 
 
Era y es un libro cuyo contenido, dividido en continentes, ofrecía lo que consideraba las maravillas del mundo, con una introducción sobre las maravillas del mundo antiguo; todas desaparecidas excepto una.
Con él entre las manos bajé a cuevas, ascendí a torres, visité islas remotas, olí los gases de volcanes, recorrí monumentos de todas las épocas y lugares. Lo leí de cabo a rabo. Fue otro acto que leer, fue una inmersión en el mundo cono realidad y el mundo como posibilidad, una inmersión quizá nunca superada en los viajes que me permitieron acercarme mucho tiempo después a parte de aquellos fragmentos de vida (y muerte) que se me ofrecían con una naturalidad que también iniciaba en mí el camino del erotismo, de la relación con lo otro y con el otro, de lo que supone invadir y ser invadido por facetas de la vida que se construyen y difuminan a medida que se recorren.
 
 
Cómo no recordar aquella palabra, aquel lugar, Borobudur. En esa compleja palabra exótica se resumía mi maravilla personal, algo parecido al anhelo esencializado en el conocimiento y la percepción de lo posible. Todavía no pensaba, aunque más tarde llegaría a hacerlo, en que lugares como ese podrían ser conocidos en directo por mí.
 
 
Y se añadía que aquel conjunto rompía moldes que yo ya poseía: junto a Borobudur se consideraba maravilla Nueva York. Un antiguo monumento intocable y religioso se unía a una ciudad en continua transformación, exponente constante de modernidad…
 
 
La vida posible entre las manos. Una vida atenta a su expansión y olvidada de su final. Unas ensoñaciones tan concretas que me hacían crecer sin miedo y con el anhelo de caminar hacia un lugar y tiempo indefinible que yo ocuparía en paz.

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