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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (13)


 
 
 
DUODÉCIMA EMOCIÓN

 
En estas memorias no crono-lógicas (aunque podrían aparentar serlo) me gustaría contarte ahora, mi querido e invisible Raúl, cómo me hice mayor. Casi todos los días volvía yo del colegio con alguna herida en una u otra rodilla. A veces, ni me acordaba cómo me las había hecho, el caso es que formaban parte de mi cotidianidad, la de un niño que era lo que sus rodillas parecían negar, un niño tranquilo poco dado a peleas y juegos violentos pero que se hería en el patio del colegio con sus juegos y las relaciones con sus compañeros. Un día (aún llevaba pantalón corto) caí en la cuenta de que hacía ya bastantes días que no volvía a casa con sangre en las rodillas. Ese día supe que me había hecho mayor, y recuerdo que me lo dije: “ya soy mayor”; un recuerdo, el de esa afirmación, que seguramente es el que ha borrado todos los recuerdos de mis heridas, de cómo me las hacía y las tenía en cuenta o no me ocupaba de ellas, según la vida iba presionando alegremente mi transcurrir infantil.
 
 
Las noches de esos días heridos se llenaban de sueños en los que balas y puñales, hiriéndome, no me mataban, y la herida no permanecía. Ensoñaciones superadas más tarde por la realidad de las heridas que, efectivamente, no matan, Raúl, pero quedan en forma de cicatriz o permanentemente abiertas, para el siempre de la vida que espera, de la vida que fue, o es, o será.
 
 
De esa forma apareció la Historia en mi vida. Nunca he pertenecido al grupo. Para mí no ha habido país, ni sociedad de cualquier tipo, aunque eso no signifique que no me reconozca en lo que los grupos, su inevitabilidad, aportan a mi vida.
 
 
Tengo que hacer una afirmación que puede parecer gratuita o incluso arrogante, pero que es una de mis realidades indiscutibles: todo lo que he escrito y escribo es crítico con el poder, con el poder político, el religioso, el económico, el familiar, el profesional… Incluso cuando he escrito sobre flores, aguas o tierras he ejercido esa crítica. No hay realidad vital mía que no esté relacionada con esa crítica permanente que impulsa y frena la vida.
 
 
Camino y escribo en mi mente. Cuando vuelvo de mi caminar concreto en palabras esa escritura que ha estado paseando, que ha sido deletreada con el movimiento de mis pasos, que entonces aparece sobre el papel, se convierte en ideas con vocación de poesía, en sensaciones con gusto universal, en palabra que deja de ser mía para poder ser en otros.

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