Erase una vez el tiempo en que este
trashumante independiente, yo, Trasindependiente, refugiado en la piel de un
hombre, era un niño; hace muchas, muchas lunas, al menos en apariencia.
Estaba él con sus hermanos y primos
pasando las vacaciones en un apartamento playero con una gran terraza, uno de
cuyos lados tenía un grueso cristal que servía de frontera con la terraza
vecina. Una tarde en que sus padres habían salido con sus tíos, los niños se
quedaron al cuidado de la abuela, una jovial abuela que era todo cariño para
sus nietos aunque se convirtiera en pura queja frente a sus hijas. Fue la tarde
en que los padres del trashumante disfrazado se convirtieron en profetas.
Seis niños y su abuela dejaban pasar
el tiempo de una tarde veraniega en una terraza soleada y acariciada por la
brisa marina. El pequeño independiente estaba sentado en una silla de espaldas
al cristal fronterizo practicando eso que sus padres siempre le decían que era
peligrosísimo: mecerse suavemente haciendo bascular la silla sobre las dos
patas traseras. Sus padres exageraban, él nunca se había caído, sabía
perfectamente lo que hacía. Un ruido ensordecedor lo paralizó, no había
calculado bien, la pesada madera de la silla en la que estaba sentado atravesó
el cristal y con ella parte de su cuerpo se encontró del otro lado. En la
eternidad de segundos que siguió él sintió cómo el mundo se quedó paralizado,
vio las caras de sorpresa y miedo en su abuela, en sus primos y en sus hermanos
y comprobó, sorprendido, que no emitían ningún sonido. La silla, mágicamente,
detuvo su retroceso y quedó apoyada contra la parte baja del marco del cristal.
Vio, sintió, cómo cada fragmento del grueso vidrio iba cayendo a su alrededor y
por encima de su cuerpo con un ruido ensordecedor. Pensó que era el fin, sintió
dolor, vio a sus padres aupados y tristes por su propia profecía, le aquejaron
los remordimientos por no hacerles caso. La enigmática eternidad en la que
había entrado tras atravesar el cristal no tenía fin ni principio, la vida era
eso, la vida era una lluvia de cristales que provocaban un terrible sonido y
una paralización del cuerpo acompasada a la parálisis del mundo. Su ser pareció
haber encontrado un extraño destino de eternidad definitiva que consistía en
una dura lluvia y un cuerpo inerme, como si hubiera perdido sus músculos, que
contemplaba cómo el mundo no provenía de ninguna parte ni caminaba hacia ningún
sitio.
Los gritos de una anciana vecina
aparentaron despertar de nuevo al universo. Pareció que volvían a poner en
marcha los engranajes que lo hacen funcionar. El momento eterno,
increíblemente, terminó. La abuela y los niños comenzaron a hablar, a
expresarse, a hacer aspavientos, ayudaron al herido a salir del marco en el que
parecía atascado. La vida volvió a fluir con todas sus circunstancias actuando
en su habitual desorden. Pero la vida del pequeño trashumante había sufrido una
transformación que en aquel momento no conoció. Andando el tiempo supo que ese
contador vital era pura apariencia, recordó su cristalino momento eterno y supo
que fue el principio de una curiosa relación con él, como haber encontrado un
amigo imaginario que fuera real para todos los demás, un amigo imaginario que
le guiñaba el ojo cada vez que era convocado por todos los que lo consideraban
real.
Y no es que el trashumante
independiente piense que el tiempo no existe, pero gracias a su inconsciente y
vidrioso accidente sabe que siempre va disfrazado.
Disfrazado entre los cientos de pequeños cristales que nos rodean.
ResponderEliminarQue nos acercan y, a la vez, alejan de eso que ya sentimos al alcance de nuestra mano.
A veces pasan desapercibidos y... Otras, son el hilo sobre el que el trapecista busca ese incomprensible cobijo...
El de mecerse entre el todo y la nada ... Sin llegar a creer en la posibilidad de caer hasta que , efectivamente, pasa...
Y conforme caen los cristales ... Tu alma sabe que cambian de forma para enseñarte que todo lo que se rompe sigue "sintiendo" pero sin ser el mismo... Nada cambia, pero cambiamos nosotros y todo cambia.
Un abraz✴
Athenea, es maravilloso el relato que haces con los materiales que proporciono. Me uno a tus cristales cambiantes que mantienen su transparencia mientras cambian de forma y tamaño.
ResponderEliminarGracias y saludos.
El tiempo siempre se detiene en los instantes culminantes del paroxismo, sea del terror si se quiere exagerar, o del placer si se quiere poetizar. El quid de esta efímera pero inolvidable sensación es que no nos preparamos para lo imprevisto, somos seres que planificamos con mayor o menor detalle lo por venir; hasta cuando nos llama el estómago en una hora inusual nos sorprendemos y, no aceptamos como normal estar sentados a otras horas en el inodoro.
ResponderEliminarPero hay un sabio dicho popular: *El hombre propone, Dios dispone, y el Diablo interviene y lo descompone*. Y es que de la vida y sus milagros debemos esperar siempre lo peor y lo mejor a la vez, por partida doble, no hay pierde. Esta experiencia nos enseña -en su versión negativa- no a tomar precauciones, porque sino no sería famosa la canción de Julio Iglesias: *Con la misma piedra*, sino más bien, a insistir y confiar que la siguiente vez no va a pasar lo mismo, y si pasa, el desmadre va a ser más benigno. Además, nos enseña -en su versión positiva- a confiar, que ese deleite fugaz que vivimos en un caprichoso instante cualquiera, en ese cómplice lugar jamás previsto, y con la persona que más se hacía imposible, se volverá a reeditar cuando menos lo pensemos y quizás... cuando más encendidos nos encontremos.
Saludos, Tras.
Qué "ratito" he pasado, qué angustia, el niño al otro lado del cristal. Te imaginaba frágil y lleno de cortes. Pero más que el cristal, atravesaste el tiempo y el momento de eternidad lo llevas siempre contigo. Parece que sea un secreto que ahora nos has contado. Gracias por compartirlo. Abrazos.
ResponderEliminarPensador, tu reflexión / relato es extraordianriamente interesante. Así vamos, paradójicamente avisados de lo que va a suceder y sin creer ni en que se repetirá ni en que todo será diferente.
ResponderEliminarTodo es imprevisto y previsible, como si no supiéramos nada y lo supiéramos todo.
Gracias y saludos.
Es verdad, Celeste, siempre lo llevo conmigo y ese "ratito" angustioso es uno de sos tesoros que uno conserva toda la vida.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Bueno, una historieta que te sucedió, que nos cuentas y sobre la que no se puede banalizar. Historias de un tiempo pasado que fue mejor.
ResponderEliminarUn abrazo.
Así es, Blas, el pasado nos visita de vez en cuando y no sabemos si fue mejor, lo que sí sabemos es la huella que ha dejado en quienes somos ahora.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Independiente: aysssssssssssssss lo que he sufrido con tus vivencias de la infancia....y es que cuando somos niños no les hacemos mucho caso a los padres, que en la gran mayoría de los casos son profetas.....supongo que no sufriste ningún corte de importancia y que que todo quedó en un susto....me encanta cuando nos los amigos/as blogueros relatan historias pasadas.....besos
ResponderEliminarAgueda, me encanta que lo hayas vivido de esa forma. El corte que tuve no fue muy importante, pero la experiencia ya has comprobado que dejó una huella profunda en mí.
ResponderEliminarGracias y saludos.