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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (45)


  

 

CUADRAGÉSIMO CUARTA EMOCIÓN


Tú, como no has podido crecer, no puedes comprender lo que es la distancia de unas fuerzas inauditas que estaban maltrechas porque se situaban donde la vida no fluía. Exagero. La vida fluía aun en el miedo porque su fuerza era entonces inconmensurable. Hoy la fuerza de mi vida es mensurable, con todo lo que conlleva de bendito fracaso y potencia tranquila. En esto es maravilloso tenerte de interlocutor porque me permite explicarte lo que alcanzarías a comprender si tu vida existiera en tus manos y la empujaras con la inevitabilidad de la pasión que yo he sufrido y celebrado. La vida es inelegible, no así la muerte, pero eso no evita su celebración, el pararse a recordar que, si la fortuna no nos es excesivamente adversa, hay momentos cotidianos y momentos únicos que la convierten en una bola de fuego que calienta agradablemente y no se puede tener quieta para que no queme, para que no se apague.
 
 
Me he adelantado y retrasado, Raúl, dejándome llevar por el hecho de que contigo el tiempo no es tiempo, es lugar de recuerdo, y me he ido al momento en que, siendo todavía niño, comenzaba a dejar de serlo, no tanto por mis cambios fisiológicos, que fueron tardíos respecto a mis hermanos y a mis amigos, como por una suma de sensaciones y sueños que empezaban a anidar en mi mente, que se agrupaban como caracoles llamados por el sol y la lluvia, que me llenaban de plenitud y de rabia. Sí, una rabia interior que se correspondía con mi falta de unidad con el mundo, algo que entonces no podía llamar así, que se mostraba en mi parquedad de palabras y gestos, en mi diálogo interior y permanente con mi propia existencia, con mis sensaciones y pensamientos, con lo que yo aún creía entonces que era “yo”.
 
 
Caracoles creciendo en mi mente, llenándola de placer con sus caricias babeantes y produciendo dolor con el roce de sus conchas. Había demasiados acontecimientos que se producían en mí y que yo no sabía ni hablar conmigo mismo, aunque continuara hablando con Dios. Los caracoles eran ateos, tenían su propia vida, y la mía estaba unido a ellos.
 
 
Claro que hablaba con mis hermanos, pero eso, aunque me divertía y parecía informarme de lo que me esperaba, de lo que se encontraba delante de mí y yo alcanzaría, no colmaba mis ansias de saber, de saber conmigo mismo, en ese mundo mental que era mi mundo y que compartía con otros sin salir de él, sin que sus puertas y ventanas se abrieran, sin que yo sintiera, para gozo y tristeza de lo que yo creía que era, que formaba parte de lo que fuera eso en lo que consistía el mundo.

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