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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (4)

 


 

TERCERA EMOCIÓN

 

El día que cumplí cinco años, una edad con la que tú, Raúl, si hubieras llegado a ella, habrías entrado en el nuevo siglo, es uno de mis primeros recuerdos intensos, con detalles exactos de momentos según me informa mi mente, detalles que hablan de la pregunta que hice durante todo el día y que mis hermanos y mi madre respondieron con toda paciencia y permanente sonrisa sin hacerme sentir mal por mi existencia: ¿cuántos años cumplo? Y en los espejos, los de los baños, el del comedor, el del pasillo, no se reflejaba nada. Lo sé porque me veo con mi poca altura mostrando la mano abierta a mi madre en la puerta del baño, la que estaba enfrente de la de su habitación y al lado de la mía, y preguntando mi edad de ese día, del niño que aún no iba al colegio.

 

Sí, aquel niño preguntón todavía no iba al colegio, no lo había pisado nunca y recreaba en su mente, o soñaba, una enorme puerta de hierro forjado terminada en un arco; eso era el colegio para él, además de ese lugar en el que permanecían sus hermanos lejos de la casa. Y ese niño no los echaba de menos, su falta de presencia solo le conducía a recrear que él, algún día, también iría al colegio y ya no sería el niño aquel que en ningún momento sintió aburrimiento estando en su casa solo con su abuela, su madre y sus tareas caseras permanentes.

 

Una de aquellas tareas era ir a la compra a diario; recuerdo acompañar a mi madre a hacerla y sentirme siempre agasajado por el pescadero, o el galletero, con sus amables referencias a mí y sus sonrisas amplias, que me asustaban un poco. No, asustar no es la palabra más adecuada, me colocaban en un lugar al que yo no pertenecía, como si fuera uno de esos tristes conejos con piel y todo que colgaban en la esquina de la pollería, a la espera de que su carne se hiciera alma a través de quien los comprara.

 

Una de aquellas veces le pregunté a mi madre por el hueco de un puesto que olía a rosas, y ella hizo un gesto suave con el dedo vertical en la boca, como no era su costumbre. He vuelto varias veces a ese mercado, nunca he vuelto a ver el hueco ni he sabido ubicarlo, pero el intenso aroma a rosas se ha reproducido en mi mente, como si mi madre me lo enviara desde su mundo.

 

Todavía hoy siento que tengo cuatro años y pregunto cuántos cumplo, es una parte de mi presente eterno a la que no renuncio y que se me impone como si fuera un capítulo de mi vida escrito por alguien que fue testigo de ella y que desea describir mis acontecimientos como si fueran importantes, como si la vida se hubiera inventado con mi nacimiento y fuera el marco de mis sensaciones, no una realidad en la que se acopla mi acontecer de la mejor manera que puede.

 

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