OCTAVA EMOCIÓN
La emoción que me han producido todas y cada una de las casas que he habitado está muy cerca del enamoramiento. Es una emoción que se ve superada por el habitar, ese verbo, ese transcurrir protegido, que lo emocionante de estar contenido en cada una de ellas ha hecho conmigo, de mí. Sí, porque por mucho que pretendamos configurarlas como nuestras, las casas, su permanencia y su variación constante en torno a nosotros, nos dan forma, nos conmueven y hacen que nuestro palpitar sea de una forma que se adapta a lo que la casa acoge o rechaza en continuo contacto con nuestra piel, nuestros pensamientos y sensaciones, nuestros actos más privados y nuestras proyecciones hacia el futuro, pensadas y sentidas precisamente en el habitar de cada casa.
Y la primera de todas es la casa-sueño porque acudo a ella en un espacio de mi memoria que no es el de alguien que siente y piensa, por muy niño que sea, sino el de alguien que, con la naturalidad del desconocimiento, es habitado por lo que ni siquiera puede calibrar que no es permanente ni transitorio. En el sueño aparece un camión, en el límite del habitar aquella casa en la que aparecí en el mundo y yo, colgando mis piernas, sentado en la tapa abierta de la caja del camión, yéndome a la segunda casa, al palacio de la realidad; sentido así porque allí pasé veinte años de mi vida, seguramente la vida más auténtica, por estar en construcción, de las que he vivido. Aquella casa de mi segunda infancia, de mi adolescencia y primera juventud es La Casa, sin duda, es en la que mi identificación y mi rebelión aún habitan todavía, incluso hoy que sé que habrá pasado por muchos otros “habitares” tras la muerte de quienes la eligieron sin saber que en ella se enfrentarían a la sorpresa de un crecimiento de sus hijos que nunca esperaron.
Los muros entre los que habitó la abuela, mis hermanos y la relación aquella, indescriptible, vital, con quienes aún hoy, ya desaparecidos, son causa de todo, por mucho que yo haya superado su existencia, sus limitaciones, por mucho que yo eche de menos su entrega, su inocencia, su querer ser quienes no pudieron llegar a ser respecto a nosotros, quienes nos dejaron en herencia lo peor y lo mejor de la vida, su existencia, su deseo, su acoplarse a lo que era y su huida de lo que podía ser.
Antes escribí “transitorio”, y me desdigo ahora porque cada casa no entra, precisamente, en lo transitorio, ni aunque desaparezca porque haya sido sustituido el lugar que ocupaba por otro habitar o por otra realidad. Cada hogar en el que se ha vivido, sea por meses o por años, tiene la calidad de lo permanente para quien ha sido inevitablemente habitado por él.
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