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EL LIBRO DE LAS EMOCIONES (8)


SÉPTIMA EMOCIÓN

 
Hay que deducir de forma aproximada, porque no busco imposibles exactitudes, el lugar y el contexto social, político y estético, en que aquel niño que empieza a ir al colegio se situaba. Su país ibérico, ese que en aquel momento no formaba parte de Europa, o de lo que Europa presumía ser, comenzaba a incorporarse a la vida de la movilidad generalizada del mundo, un mundo cuyo desarrollo había comenzado a creerse como infinito y cuyo subdesarrollo interpelaba sin respuesta a la parte de él que creía y fomentaba esa carrera infinita. Un mundo en que la juventud había comenzado a ser alguien y la niñez ya no era la esperanza no materialista de quienes tenían hijos, sino la proyección de lo que los progenitores echaban de menos. Un contexto europeo y americano que se infiltraba en el contexto del país ibérico, aún marcado por heridas de guerra que no se podían y no se querían cerrar, aunque la oficialidad política las diera por solventadas. Y yo, ese niño que no sabía nada de contextos, pero a quien ya chocaban palabras como patria (y todavía hoy desconozco por qué desde siempre ha sido para mí una palabra sospechosa) crecía en su casa y en el colegio, con su familia llena de diversión, pero cargada de muchas obligaciones, demasiadas para mi pequeñez, aunque olvidadas continuamente para sentirlas renacidas obsesivamente. Seguramente ellas y la pretendida liberación de las mismas por mi parte han sido uno de los componentes importantes de la forma de mi vida. Una forma que creo libre sabiendo que la libertad solo es horizonte, una forma cuya organización está bastante desorganizada y cuyo transcurrir se encuentra encerrado en el tiempo a mi pesar. El tiempo, forma a su vez de medir lo inmedible, de no dejar que el transcurrir se superponga al presente con la ligereza del firme paso hacia la muerte.
 
 
Sí, se decía mucho “patria” en mi infancia, allá por los años sesenta, y yo sentía que ese era el lugar de la violencia, de la dureza, de lo que se aleja de la acogida y la posibilidad de crecimiento, de cambio, de vida alegre. Patria era uno de los pesos pesados que agobiaban lo que yo iba conociendo, disfrutando, incluso rechazando.
 
 
Ya más crecido aprendí en el colegio que mi país era una dictadura orgánica. Y aquel niño se preguntó cómo en un libro se podía reconocer algo tan negativo como ser una dictadura con adjetivos o sin ellos. Era algo que yo no había oído nunca en mi casa y, al igual que “patria”, “dictadura” formaba parte, con total claridad y diafanidad, de la plenitud de lo negativo. Pero no pregunté en casa cómo es que aquello podía suceder porque yo sabía “orgánicamente” que mis padres asumían la dictadura con toda naturalidad, a pesar de haber sufrido (ellos mismos lo contaban recurrentemente) las múltiples penalidades de la guerra y la posguerra.
 
 
Esos son parte de los misterios de mi infancia, con los que me crie. Los misterios de lo contradictorio, por supuesto, y los misterios de lo que yo era capaz de preguntar y dejaba de preguntar, con esa intuición de niño, tan apropiada y tan inapropiada, que es uno de los valores que se pierden al crecer, al conocer la mentira, el ocultamiento y la afirmación artificiosa como sustentos de la vida social, incluso familiar. Yo confié durante muchos años en mi familia y esa inocencia me condujo a conocer que todas las familias están llenas de velados ocultamientos, seguramente para promover que la vida pueda continuar hacia delante, para afirmar la inexistencia de grandes cataclismos cuya existencia podamos reservar para sentirla en relatos y películas, que no en la que puede ser la vida descarnada, violenta, la cuna de una posible desgracia.
 
 
La prima que vivía en el armario de la abuela tenía que ver con todos aquellos pensamientos y sensaciones. Yo no la tenía miedo ni recordaba cuándo la había visto por primera vez. Quizá cuando quise curiosear cómo era por dentro el orden de la abuela, tan rígido por fuera, precisamente en su armario, lleno de ropas grises y negras, las de la viuda que ella pretendía ser; unas ropas entre las que se había ido a vivir la prima de alguien que yo desconocía. De algún familiar paterno, eso era seguro. Era una mujer joven en camisón que miraba inquisitivamente y no hablaba, por lo menos a mí, pero que yo sabía era una prima que existía porque la abuela tenía deseos por cumplir que ella hubiera sido la primera en negar si se le hubieran descubierto. Y no con una negación apocada sino, como era ella, llena de pasión y fuerza severa. El deseo, que hoy calificaríamos de reprimido, era una constante en la mirada de la abuela y recordaba, seguro que sin pretenderlo, la aburrida y sorprendente presencia de aquel familiar en el armario de la abuela.

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