No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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13
Me habían castigado por hablar a destiempo, a mí, que de puro tímido casi no hablaba. El castigo consistía en quedarse una hora después de las clases de la tarde, solo, en el aula inmensa y vacía de vida, cuando ya solo quedaban en ella los antiguos y ajados pupitres de madera, como viejos ataúdes reservados para las víctimas de una catástrofe que no había llegado a producirse.
El profesor que me había impuesto tal castigo era un cura joven, seguramente con la cabeza llena de teorías pedagógicas que, por entonces, eran consideradas novedades y que le habían llevado a imponer un castigo desproporcionado a un niño que normalmente era considerado bueno y responsable. Estas consideraciones las columbro ahora, entonces mi mente estaba obsesivamente concentrada en la injusticia que se había cometido conmigo, con mi persona, esa pequeña persona cuya cabeza estaba siempre bullente de pensamientos.
El tiempo pasaba y yo no podía, para entretenerlo, leer, aquella actividad tan querida, ni estudiar, ni hacer los deberes, solo sentir cómo crecía mi indignación por la injusticia cometida y el sentimiento de abandono en aquella soledad. Una soledad forzada, no mi deseada soledad de tantos momentos pasados en mi cuarto y que parecía definirme ante los miembros de mi familia, por lo menos ellos siempre se referían a ella con una mezcla de ironía y admiración que no me hacía daño y que seguramente fue la primera opinión ajena que me resultó precisamente eso, ajena, que no me implicaba, a través de la cual pude empezar a conocer que parte de la supervivencia en la vida consistía en la comprensión de tantas opiniones y hechos que se constituían como ajenas y que era mejor dejar en ese ámbito para que tu persona tuviera suficiente espacio para desarrollar lo propio, lo que sería ajeno a los demás.
Mi corazón, arropado por el silencio desconocido por mí en aquel lugar que yo solo vivía repleto de ruidos profesorales o infantiles, de murmullos hipócritas o religiosos; mi corazón, repito, latía con rapidez a medida que se despertaba en mi cerebro la idea de abandonar el aula, de irme sin más, desprendido de las cadenas de la obediencia, aferrado a unos nuevos hilos que iban creciendo en mí y que entonces no sabía que me acompañarían durante muchos años, los sutiles hilos que me atarían a la fidelidad a mí mismo. Pasó mucho tiempo mientras se producía esa transformación: mis ataduras debían traspasar la frontera de lo rígido a lo flexible, de lo pesado a lo ligero, de lo denso a lo leve, de lo exterior a lo interior, pero sus nudos serían muy difíciles de desatar, pasarían de lo basto a lo sutil. Cuando mi corazón pareció detenerse por haber llegado a su punto máximo de aceleración, me levanté de mi pupitre, cogí mis cosas y eché a andar, lentamente pero con decisión, hacia la puerta del aula que parecía representar el umbral de la liberación. Una vez fuera se extendería ante mí un camino mucho más largo por recorrer hasta la salida del recinto del colegio, mucho más largo que el corto pasillo entre ataúdes que me separaba de la puerta, aunque para mi corazón, para ese corazón paralizado, mucho más llevadero, quizá porque estaba menos cargado de sufrimiento acumulado que el largo recorrido hasta la puerta exterior. Solo había dado tres pasos cuando oí, en el silencio que la parálisis de mi corazón subrayaba, unos pasos en el pasillo exterior del aula, era mi castigador que, seguramente tras haberse olvidado de mí, volvía casi por casualidad a terminar ese acto que para él sería una prueba de su efectividad en su profesión, pero que para mí había supuesto un paso de gigante hacia el conocimiento de las relaciones entre el mundo y mi persona. Retrocedí angustiado por si me pillaba efectuando el paseo hacia mi liberación. Entró con aire despreocupado en el momento en que acababa de reincorporarme a mi sitio y me dijo sin más comentarios, pero con una sonrisa nunca olvidada e invadida de ironía y poder, que deseaba denotar simpatía y complicidad, que podía marcharme. Yo me despedí escuetamente y creo que salí con un aire de dignidad que él debió notar y que no era nada corriente en mis relaciones con los adultos. Ese aire escondía la vergüenza interior de no haber sido más rápido en mi decisión para que no hubiera quedado sin conocimiento mi auténtica fuga. Con este acto fallido comenzó la bendita tortura que la libertad me ha impuesto desde entonces.
(Continuará)
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